(Foto: archivo)
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Pedro Castillo, conocido en la Chota Nostra como Don Pedro o sencillamente como el Don, llevaba buen rato de pie, recibiendo a los innumerables familiares, amigos y conocidos que habían asistido al cumpleaños de su hija menor. Vestido de impecable terno gris y calzando un par de zapatos italianos, el Don sonreía, satisfecho, mientras recibía a todos –ricos y pobres, poderosos y humildes, prófugos y colaboradores eficaces– con iguales muestras de afecto. En el fondo, sabía que toda esa gente había llegado hasta su residencia para congraciarse con él, para mostrarle su respeto. No pudo contener la sonrisa cuando, de pronto, advirtió cómo se sentía: honrado.

Un par de horas después, el show infantil traído por Karelim López había terminado y en la tarima ya resonaba una bien ensamblada banda de músicos. Y, mientras las más de las parejas dibujaban piruetas irregulares sobre el jardín, un reducido grupo de señores se juntaba del otro lado de la casa, donde El Don tenía su estudio. Esperan turno para verlo. Sabían bien que un chotano no podía negar nada el día del cumpleaños de su hija. El que los hacía ingresar era Benji Espinoza, el abogado y consejero de la familia Castillo. Espinoza tenía fama de poder recitar de memoria “El arte de la guerra” de Sun Tzu; sin embargo, nunca pudo entenderlo. Era, pues, un hombre de pocas luces. Cuando, en el círculo más íntimo, le decían: “Ben”, él respondía: “¿A dónde?”.

De acuerdo al deseo del Don, el último en ingresar al estudio fue el empresario Ricardo Belmont, promotor del accionariado difundido, estratagema ochentera que le valió un crónico ardor en las orejas y un canal de televisión. Belmont siguió a Espinoza hasta quedar frente al Don, quien estaba sentado detrás de un inmenso, pero sencillo escritorio de roble. Por primera vez, Castillo se mostró frío. Si bien Belmont siempre mantuvo una simpatía por Don Pedro, últimamente había frecuentado más el trato con otra de las familias: los Cerrón.

-Mi hermano -le dijo Belmont al Don-, tú sabes bien el lío legal que tengo con mis hijos. La propiedad de la señal de transmisión de radio y televisión es mía, pero me tienen judicialmente jodido.

-Si se trata de un tema legal, Benji puede asesorarte.

-No, gracias, lo que quiero es ganar.

Benji Espinoza le lanzó una mirada asesina a Belmont.

-¿Entonces cómo quieres que te ayude?

-Necesito que tu gente me apoye yendo al Morro Solar para recuperar mi propiedad.

-Pero, ¿y tus espartanos?

-Mira, para ti nomás. Mis verdaderos espartanos son más veteranos que yo. Y a veces se me desorientan. El otro día llegaron tarde a la reunión porque estuvieron toda una tarde tratando de canjear cupones de Monterrey.

Don Pedro se levantó del asiento. Caminó alrededor de Belmont, como si fuera un ave de rapiña sobrevolando sobre su presa.

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-¿Y qué me dices de Cerrón?

Pese a que había estado esperando la pregunta desde que llegó a la residencia, Belmont sintió que una vena empezó a latirle a la altura de la sien. Espinoza aprovechó para enviarle otra mirada de pocos amigos.

-Mi hermano, a ti no te voy a mentir. Es verdad, fui donde Cerrón porque no quería molestarte con asuntos menores.

-¿No querías molestarme o pensaste que ya estaban a punto de derrotarme?

-No digas eso.

-Y ahora vienes a pedirme un favor, sin ningún respeto. No me ofreces tu amistad. Vienes a mi casa el día del cumpleaños de mi hija, traes un táper para llevarte torta y ni siquiera traes regalo.

-Ya empezamos con los golpes bajos. Mira, hermano…

El Don alzó la mano. Belmont entendió y enmudeció de golpe. A Castillo le bastó verlo así, tan manejable para que su fastidio se disipara. Después de todo, no le puede dar la espalda a un amigo descarriado, sobre todo si este posee un canal de televisión.

-Voy a hacer como si nada hubiera pasado. Así que no te preocupes, tendrás el apoyo de nuestra gente para que lo que sea necesario.

-Te pasaste, mi hermano.

-Algún día, un día que tal vez nunca llegue, te llamaré para pedirte algún pequeño servicio. Hasta entonces, considera esto como un regalo.

Cuando la puerta se cerró detrás del agradecido empresario, Don Pedro se volvió a Espinoza.

-Ben, encarga este asunto del morro a los reservistas de Antauro.

De pronto, en el jardín, un murmullo apareció de súbito y fue creciendo hasta que una voz supo distinguir el motivo de tanta algarabía: Fray Vásquez, el sobrino favorito del Don, había llegado. De algún modo, se las había arreglado para sortear la inexistente vigilancia policial. Todo por el Don.

El ruido hizo que Castillo se asomará por la ventana del estudio. Junto a él se colocó Espinoza.

-Mira, mi sobrino ha venido pese a todo -dijo Don Pedro a Espinoza-. Es un buen sobrino.

Por un momento, Espinoza se sintió celoso.

-Probablemente tiene algún problema y querrá que usted le ayude.

-Si tiene algún problema, lo resolveremos. No te olvides que está prófugo por mí.

Al poco rato, Espinoza tendió la mano a Vásquez cuando este entró en el estudio del Don. El sobrino de Castillo se la estrechó y se limitó a murmurar un saludo frío. En cambio, le dio un fuerte y prolongado abrazo a su tío. Sentado, siempre en presencia de Espinoza, Vásquez agradeció al Don porque, ni siquiera en tales circunstancias, había dejado de hacerle llegar su ayuda. Asimismo, le contó que su estadía en la selva se estaba haciendo ya insoportable.

-Y no por mí, tío. No me malentiendas. Yo estoy muy bien allá. Es que el dueño de la pequeña casa que alquilo me quiere desalojar.

-¿Y eso por qué? ¿No estás al día con los pagos?

-El dinero no es el problema. Se ha encaprichado en que es su propiedad y quiere demolerla para construir una piscigranja de paiches. Tiene ya varias, pero quiere más.

-¿Paiches?

-Sí, son unos peces típicos de la zona. El dueño muere por ellos.

El Don le echó una mirada a Espinoza.

-Mañana mismo te vas para la selva y hablas con el señor este -luego miró a su sobrino-, y mientras eso se resuelve, tú te vas a quedar unos días con nosotros.

-Te agradezco, tío, pero estás perdiendo el tiempo. No conoces a ese tipo. Nunca lo vas a convencer.

-No te preocupes, por nada. Le haré una oferta que no podrá rechazar.

Días después, todavía en la residencia del Don, Vásquez toma desayuno mientras ve las noticias en el televisor de su cuarto. Casi se atora con el café al enterarse del extraño caso del hombre que quedó en shock al despertar en una cama llena de cabezas de paiche entre sus sábanas.

Más tarde, el Don, satisfecho, le comunicó a Vásquez que podía regresar a su casa de alquiler. El hombre de la selva había entrado en razón. El Don no entró en detalles, ni el sobrino se los pidió. Como siempre, el diálogo de Castillo fue breve. A decir verdad, el Don era hombre de pocas palabras: de unas 20 más o menos.

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