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Pequeñas f(r)icciones: amigos y rivales

¿Qué tan resistentes son los lazos de una amistad? ¿Hasta dónde pueden ser estirados, tensionados, hasta qué punto pueden ser violentados sin romperse, sin reventarse para siempre en el olvido y la distancia? Estas cuestiones revoloteaban en la mente de Bruno Pacheco, exsecretario general del Despacho Presidencial, cuando le pidieron que vaya a Palacio de Gobierno. Eso sí, “con la mayor discreción posible”.

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"A ver, señor Pacheco -dijo el abogado-. Aquí con el señor presidente queremos explicarle cuál sería la mejor salida a este embrollo judicial. Queremos que usted se declare culpable".
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¿Qué tan resistentes son los lazos de una amistad? ¿Hasta dónde pueden ser estirados, tensionados, hasta qué punto pueden ser violentados sin romperse, sin reventarse para siempre en el olvido y la distancia? Estas cuestiones revoloteaban en la mente de Bruno Pacheco, exsecretario general del Despacho Presidencial, cuando le pidieron que vaya a Palacio de Gobierno. Eso sí, “con la mayor discreción posible”.
Apenas llegó a la casa de Pizarro, lo hicieron entrar al despacho presidencial. Vio, en primer plano, a Castillo. En seguida, al notar que no estaban solos, una luz de decepción iluminó su rostro.
-Hola, Bruno -dijo Castillo, sin acercarse, asintiendo con la cabeza.
-Señor presidente -respondió Pacheco.
-Espero que no te moleste que haya invitado también a mi abogado.
El doctor Eduardo Pachas dio un par de pasos hacia adelante y le ofreció la mano a Pacheco. Este, sin reparos, la ignoró.
-De haber sabido que ibas a estar con tu abogado, hubiera traído al mío.
Pacheco recordó entonces los meses felices que había vivido en Palacio. Él, la mano derecha del presidente de la República, el hombre que podía llamar al orden -y al desorden- a cualquier ministro, el titiritero palaciego que movía, a discreción, los hilos del poder.
-Bruno -dijo Castillo-. ¿Se te ofrece algo?
-No, no… aunque sí. Se me antoja un cupcake.
-¿Un qué?
-Un cupcake. Un quequito pues. ¿No te acuerdas?
-Ah sí -dijo Castillo, sonriendo con naturalidad – Los quequitos que nos dejó Sagasti.
-Esos mismos -dijo Pacheco, con un tono conciliador-. Te acuerdas, ¿no?
-Claro.
-Te acuerdas que ya estaban medio duros e igual se los pasábamos a la prensa.
-Me acuerdo. Bien hecho, por jodidos.
Castillo y Pacheco se quedaron mirando por unos segundos, parecía que la tensión se había ido de pronto.
-Bueno, señor Pacheco -dijo el abogado-. Le hemos pedido que venga…
-Espérese, antes que siga. Quisiera el cupcake que me ofrecieron. No de los duros, claro, sino de esos buenazos que seguimos pidiendo.
-Por favor, ¿podemos ser serios? -dijo el abogado- Qué importancia puede tener un cupcake en estos momentos.
-Es que usted no entiende. No es el cupcake, es lo que representa. Hay que cumplir con la palabra. Si me está ofreciendo un cupcake, entonces me tienen que dar mi cupcake.
-Ya se acabaron -dijo Castillo.
El doctor Pachas abrió los brazos y movió la cabeza, como pidiendo una explicación.
-Señor presidente, por favor. Dígale al señor Pacheco que no nos hemos reunido para perder el tiempo.
El presidente y su exsecretario general volvieron a enganchar sus miradas, pero esta vez con cierto malestar.
-Bruno -dijo Castillo-. ¿Te parece si retomamos el tema que nos importa?
-Señor presidente, si hay algo que nunca ha faltado en Palacio, son los cupcakes. Ahora, usted no quiere invitarme uno, no me invite. Pero a mí no me venga a decir que no hay.
Castillo achinó los ojos y pasó saliva.
- A ver, señor Pacheco -dijo el abogado-. Aquí con el señor presidente queremos explicarle cuál sería la mejor salida a este embrollo judicial. Queremos que usted se declare culpable. La idea es que en la pirámide de la organización delincuencial usted esté a la cabeza y no el presidente. ¿Me entiende? Hay que demostrar que el presidente no tiene responsabilidad. Que no es capaz de haber cometido delito.
-¿Eso quieres? -preguntó Pacheco a Castillo-. Demostrar que eres irresponsable e incapaz.
-No, señor Pacheco -intervino el abogado-. Yo creo que usted me entiende, ¿no?
Pacheco se reacomodó en su silla.
-Sí, quieren que me eche la culpa de todo.
-Bueno, básicamente sí.
-¿Y yo qué gano?
-Podemos darle apoyo en la cárcel.
-¿Me van a mandar seguridad?
-No, pero podemos mandarle fruta. Aquí lo importante es lo que gana el presidente.
-¿Y usted qué gana, abogado? -le increpó Pacheco.
-Para mí, defender al presidente es un tema de honor.
-¿De honor o de honorarios?
-Mire, señor Pacheco, esta es nuestra propuesta. Le aconsejo que la tome.
-Yo pensando que me llamabas para llegar a un acuerdo que nos beneficiara a los dos, pero veo que al final solo piensas en ti -dijo Pacheco, mirando a Castillo.
-Te equivocas -refutó Castillo-. Yo solo pienso en mi pueblo.
-¿Tú sabes dónde puedes meter…?
-Señor Pacheco, por favor -dijo el abogado-. Calmémonos un poco.
-Todo es tu culpa -dijo Castillo-. ¿Quién te manda a guardar 20 mil dólares en tu despacho?
-¿Y no te acuerdas por qué lo hice? Porque el tuyo estaba lleno.
-No me quieras cambiar la conversación.
“Eso fue entonces”, pensó Pacheco. La gota que derramó el vaso de la tolerancia política fue el dinero que encontraron en su despacho. Fue un golpe mortal para los diversos proyectos en los que ya estaban encaminados. Digámoslo así. Si, como perennizó Antonio Raimondi, el Perú es un mendigo sentado en un banco de oro, Castillo y Pacheco tenían planeado quitarle el asiento y dejarlo, bolsiqueado y abandonado, en el frío cemento.
-Señor Pacheco -dijo finalmente el abogado-, tiene 24 horas para darnos una respuesta.
Pacheco sintió como si, de súbito, todas las puertas se le cerraran en la cara. Amagó a decir alguna palabra, pero no encontró en él ninguna que pudiera reflejar lo que sentía, el dolor por la traición de la que, sin duda, acababa de ser objeto. Sin más, salió del despacho presidencial y rechazó que un vehículo oficial lo lleve hasta su casa. Salió por la parte trasera de Palacio y tomó el primer taxi que encontró.
Sentado, dando tumbos a merced de los movimientos del vehículo, Pacheco ya sabía qué iba a responder. En realidad, lo sabía desde el momento mismo que le hicieron la propuesta. “Si me hundo, me hundo con todos”, murmuró. En realidad, él había ido con la mejor disposición, pero le decepcionó por completo el trato recibido. Él podía perdonar todo, incluso que Castillo, por temor, lo trate como si la amistad no valiera nada, pero lo que no podía digerir, lo que le explotaba el entendimiento, era el engaño. ¡Cómo no va a haber cupcakes en Palacio!