Foto: Andina.
Foto: Andina.

A eso de las siete y treinta de la noche del 29 de diciembre de 1987, tocaron a la puerta del restaurante La Puerta Roja dos parejas vestidas de civil. Era la tercera vez que aquellas personas acudían al restaurante esa misma semana, razón por la cual, a pesar de llegar 30 minutos antes de que comience el servicio de noche, los dejaron ingresar. Una vez dentro, sacaron sus armas y sometieron al personal, y procedieron —acto seguido— a colocar explosivos y regar con gasolina todo el local, y realizaron también pintas alusivas al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru.

Inmediatamente después, subieron al segundo piso, donde se encontraba la propietaria del restaurante, quien había acondicionado ahí su vivienda personal. Se trataba de una señora mayor y soltera acompañada, en ese momento, por su socia. Ambas fueron rápidamente reducidas y arrastradas a punta de cañón a la planta baja. En cuanto llegaron al primer piso, el local comenzó a arder en llamas y a los pocos minutos llegaron las detonaciones de los explosivos. Hasta ahí llegó La Puerta Roja.

La explosión destruyó el local, el negocio, el sueño de las propietarias y la fuente de empleo de los trabajadores. Salvo heridos menores y contusiones de dos trabajadores que se tuvieron que descolgar del techo instantes antes de la explosión, no hubo muertes que lamentar. Como este atentado terrorista, se cuentan por miles los cometidos por el MRTA en contra del Perú y de los peruanos. Este en particular lo recuerdo con nitidez, por ser mi abuela paterna, Carola Aubry, la víctima del atentado.

Lo relatado languidece ante el verdadero horror por el que pasaron los miles de asesinados, secuestrados y torturados por el MRTA y el consecuente calvario que vivieron y viven sus familiares. Mi solidaridad a sus familias, homenaje a su memoria y eterna gratitud a los hombres de uniforme que entregaron su vida por darnos nuestra libertad.

Ahora, el delincuente terrorista Víctor Polay Campos se queja y lloriquea ante la CIDH sobre sus condiciones carcelarias. Sostiene que “se vulneró su derecho al principio de legalidad y a las garantías judiciales; y que las condiciones carcelarias que se impusieron afectaron su integridad personal”. Que un asesino, secuestrador y torturador serial como él reclame sobre las condiciones en las que VIVE deja de ser irónico al constatar que la CIDH ha admitido a trámite su recurso.

Este hecho significa no solo una afrenta a la memoria de las víctimas del terrorismo y sus familiares, sino que constituye una clarinada de alerta a todos los peruanos de paz y bien, para no bajar la guardia y no permitir jamás que asesinos seriales caminen impunemente por las calles. Si Polay quiere cambiar de condiciones carcelarias, quizá el aire puro de Challapalca lo haga meditar y reflexionar sobre su demencial proceder. En lo personal, lamento que solo tenga una vida con que pagar su cadena perpetua.

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