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[OPINIÓN] Jaime Bedoya: La nariz de Lapadula versus el Congreso
“Una nariz preponderante intimida. Su volumen supone una correspondencia proporcional con otras partes más privadas, anunciando una posible ventaja. Billetera mata galán, pero nariz mata billetera”.
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Salvo episodios específicos regidos por la dinámica de las pasiones, la nariz es el órgano más extremo de la anatomía humana. Además, al margen de casos extremos de protuberancias abdominales mórbidas, la nariz de una persona siempre llega antes a cualquier lugar.
Súmese su ubicación central dentro del rostro de una persona. Define el tono de una cara, agregándole a su primordial función ventilatoria un elemento determinante al momento de definir qué es la belleza. Si amas su nariz, amarás a esa persona.
Los griegos, los romanos, Da Vinci, se fascinaron en el estudio de este órgano prominente del aparato respiratorio. No hay nariz fea, sino mal entendida. Oscar Wilde resumió para las señoritas de la época la presión de estándares nasales sobre ellas:
No hay nada tan difícil para casarse como una nariz grande.
Una nariz preponderante intimida. Su volumen supone una correspondencia proporcional con otras partes más privadas, anunciando una posible ventaja. Billetera mata galán, pero nariz mata billetera.
Entre las personas que viven bajo el frío extremo, el roce nasal es un beso. Para el resto más próximo a temperaturas templadas, el reconocimiento del olor ajeno es un festín de feromonas que perfuma y anticipa el gozo. Todo este acopio de virtudes, simbología y promesas simbólicas convierten a este órgano en uno de los tres órganos más relevantes de una persona, siendo el primero de ellas —obviamente— o el cerebro o el estómago.
Valga esta divagación tan extensa como una nariz superlativa, como un elefante boca arriba, para reconocer y rendir tributo al coraje incondicional con que Gianluca Lapadula expone e impone su nariz al mundo en defensa de la camiseta que le toque defender, que eventualmente suele ser el paño de la patria.
Mil veces rota, cinco veces operada, regada regularmente del rojo sangre propio de nuestra bandera, esa nariz ha hecho mucho con tan poco por sostener la endeble coherencia de la autoestima nacional.
Su portador ha expuesto esa nariz a la promesa del triunfo, ofrendando su belleza desviada, su fragilidad cartilaginosa, y arriesgando la virilidad extendida que se anticipa desde el rostro.
Esa nariz, lo que queda de ella, ha sido privilegiada como parachoques antes que como principal órgano respiratorio. Durante las pasadas eliminatorias, acaso respirando por las orejas, decidió postergar operársela hasta que se jugara el último partido. Esa nariz merece la Orden del Sol.
Ese órgano deforme es ejemplo del sacrificio que existe cuando hay amor propio y entrega a la patria. Con mayor mérito cuando en su caso su propietario se haya enterado del arraigo por una extensión terrenal al otro lado del mundo a través del ensoñamiento de un aromático arroz chaufa materno. La patria huela a patria, y en nuestro caso la patria huele a comida.
Compárense ahora esa entrega y ese desprendimiento nasal con la apestosa chanchada que el congresista peruano ha normalizado como conducta. Salvo las excepciones de rigor que sabrán entender la ira y el asco, les pagamos para que cobren desde Miami, para que les descuenten a sus propios empleados, para que trafiquen votos a cambio del escalamiento social. Les pagamos para que hablen de las glándulas mamarias de sus colegas.
Justo en la única semana del año en que habían coincidido dos buenas noticias –la salida de Juan Reynoso y el retiro definitivo de la música de Ricardo Arjona– uno de estos especímenes tenía que poner la cereza sobre el pastel del Estado fallido hablando de tetas en representación del Estado peruano.
Esa manada de desempleados funcionales tuvo la terrible fortuna para el país de sacarse la lotería de ser elegidos por nosotros, lo que nos convierte en cómplices mediatos de este latrocinio que parece circo, pero es camal, porque mata sueños y futuros.
Nuestra propia irresponsabilidad, que ha hecho del voto un trámite en vez de una oportunidad, ha premiado la incompetencia, el mercantilismo ideológico, y el cinismo puro y duro, permitiéndoles desarrollar a los aprovechados un olfato pernicioso para la angurria. Así como el cerdo huele las trufas, el congresista peruano ha desarrollado un olfato privilegiado para el bono, la cutra, el enjuague, el aguinaldo y la caja chica, mejor aún si están ajenos a descuento de ley.
Nos regodeamos en despreciarlos, pero no olvidemos que la falta de olfato cívico para elegirlos es nuestra.
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