Ayer fue el cumpleaños de mi padre. Habría cumplido 87 pero murió en el año 2001, apenas a los 64 años de edad. Trabajó duro, desde los 19, y tenía planeado ya en el año 2001 su retiro para el año 2002, a los 65. Pero no llegó. La última vez que estuve con él, un día antes de morir, me miró los brazos y las manos, sentados en una mesa, y sonrió. Sentí que le hacía acordar a él mismo cuando era joven. Yo, por mi lado, sentía admiración y amor, estaba contento con el padre que me tocó. Era, como todos, imperfecto, pero fue un hombre de buen corazón, inteligente, trabajador y querido.

El día de ayer también, y quizá fue una coincidencia interesante, apareció en mi reel un extracto de una película del gran actor Robin Williams, quien también murió a los 64 años, llamada La Sociedad de los Poetas Muertos. Esta película me marcó cuando era adolescente.

Me marcó porque hablaba de algo que yo pensaba y percibía desde niño y que sentía que nadie más percibía o expresaba: el hecho de que los lugares quedan y las personas pasan.

Me llamaba la atención ver fotos del pasado y darme cuenta de que ninguna de esas personas estaba más ahí, o mirar gente en una playa e imaginar los seres que habrían sido felices en ese mismo espacio 50 años atrás. Pero lo que más me sorprendía era pensar que en solo unos 80 años aproximadamente, TODOS, en el planeta entero estaríamos “renovados” por nuevas personas, y cómo el ser humano en general parecía no ser muy consciente de ello, dándoles demasiada importancia a algunas cosas no tan relevantes, y quizá dándoles poca a otras más trascendentes.

“La última vez que estuve con él, un día antes de morir, me miró los brazos y las manos, sentados en una mesa, y sonrió”.

En este film extraordinario, Williams compartía con sus jóvenes alumnos un secreto que curiosamente pocos conocen: la conciencia de la muerte como un catalizador de la vida. “Memento mori, carpe diem”. No te angusties tanto por la realidad de la muerte, aprovecha esa conciencia para hacer algo bueno de tu vida. Aprovecha el día, cada día es un regalo y te pueden quedar menos de lo que crees.

A mí la conciencia de la muerte me ha dado mucho más de lo que me ha quitado. Me ha traído libertad, me ha hecho sentir menos importante. Paradójicamente, esa “ubicaína” te ayuda a disfrutar más de la vida, aprovechar más el día y entender mejor lo que es verdaderamente trascendente.