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[OPINIÓN] Gabriel Ortiz de Zevallos: Cuidado que te dopa la mina

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El título podría parecer una advertencia en un bar de Buenos Aires sobre el riesgo de las conocidas peperas, que seducen y drogan a incautos. En realidad, es un juego de palabras para dejar la idea de que ya hay una droga en juego que nuestro propio cerebro genera en toda seducción; la dopamina.
Según David Eagleman, uno de los neurocientíficos más importantes hoy, es “la molécula que determina cada aspecto de la naturaleza humana”, nada menos. Dentro de todas esas implicancias, el libro del mismo nombre de Daniel Lieberman y Michael Long, resalta dos: la expectativa del placer y la motivación para dominar nuestro entorno.
Cuando generamos dopamina por expectativa de placer podemos equivocarnos y enviciarnos, pero se siente delicioso igual, al comienzo y mientras dura. A medida que nos acostumbramos, deja de producirse, por lo que se requiere más dosis.
Está presente en todo el espectro adictivo: desde tortas de chocolate o redes sociales hasta la heroína. Por eso la seducción se va apagando y el tránsito a un amor más cotidiano no siempre se logra, pues depende de que el cerebro segregue otras sustancias, que están a la experiencia real del hoy, no de la fantasía del mañana. El libro sustenta cada afirmación con evidencia, naturalmente. Un elemento bien relevante es que la pérdida de lo que se tiene se siente más que el placer que se obtuvo al ganarlo. Ayuda a entender, por ejemplo, situaciones de crisis como las que seguimos viviendo desde hace varios años y que han deteriorado el nivel de vida de muchos peruanos. La sensación de fracaso tiene donde anidarse en términos de estado de ánimo y no se resuelve solo explicando que hubo ganancias anteriormente. Generar dopamina con números es señal inequívoca de ser nerd. La dopamina que está asociada a la motivación para dominar nuestro entorno es otra cosa. Es fundamental para lograr la voluntad de hacer el esfuerzo necesario. Ha sido esencial en la historia de la humanidad, para bien y para mal. A nivel individual permite entrenarse para una maratón, a nivel colectivo fue lo que permitió poblar el planeta desde el origen del homo sapiens en África (hay evidencia incluso de que el ADN varió para permitir el mayor esfuerzo cuando las migraciones fueron más largas). Esa promesa de recompensa del esfuerzo, gracias al poder de la narración para generar esfuerzos colectivos, ha permitido innumerables logros como también tragedias.
Leyendo el libro esta semana pensaba qué implicancias tiene para el Perú hoy, un país descreído de todo y sin interlocutores válidos, con ene reformas y tareas pendientes para conseguir un Estado que funcione y el poder totalmente disperso en grupos de intereses menudos o garrapateósicos, frecuentemente sin visión de país ni cuadros mínimamente preparados. Frente a esa anomia, la izquierda viene repitiendo “asamblea constituyente” como si fuera una varita mágica que va a refundar la nación y eliminar todos los vicios y problemas que tenemos.
Es obvio que ofrecerle a alguien deprimido una torta de chocolate no le va a servir de nada sustantivo, pero le va a elevar la dopamina un rato, cuando menos. Lo racional es ofrecerle medicación y terapia, que sí puede sacarlo del hoyo. Pero, al mismo tiempo, hay que generar ilusión de un futuro creíble y motivador si se quiere que haga el esfuerzo. La promesa de dopamina tiene que ser esperanzadora y creíble.
La narrativa de la asamblea confundegente está suficientemente armada. ¿Qué se le ofrece a esa población deprimida y desconfiada desde una posición sensata, que no está dispuesta a tirar el niño con el agua sucia de la bañera, como dicen los gringos? ¿Cuál es la historia y cómo se narra? ¿Cómo vamos a generar dopamina del segundo tipo?
Yo creo que la tecnología es la única manera de devolverle poder al ciudadano sobre sus autoridades y funcionarios.Y que las ventajas de esa tecnología, si se logra enseñar y contar de manera clara y contundente, sí pueden movilizar a ciudadanos a apostar por un futuro que, además, o es tecnológico, o no existe. Y no queda otra que ser tercamente dialogante, mostrando que sí hay gente honesta y creíble, que no opta por la fantasía de los extremos.
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