(Foto: Leandro Britto/@photo.gec)
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Vivimos momentos de frustración. Terreno fértil para la aparición de propuestas que en apariencia suenan bien y parecen ser beneficiosas, pero se trata de un espejismo que, más temprano que tarde, no solo destruirá las bases de la economía, sino que dañará a quienes supuestamente iba a beneficiar. Se llama populismo económico.

Para identificarlo, debemos tener claros algunos principios básicos de la economía. En primer lugar, los seres humanos respondemos a incentivos. Todos hacemos lo que hacemos por alguna razón. La motivación puede ser monetaria o no monetaria. Si ser solidarios nos hace sentir bien, entonces esa sensación es el incentivo. Como eso depende de cada uno, habrá personas más solidarias que otras. Esto depende de cada uno. Entender el comportamiento, por ejemplo, de los políticos pasa por comprender cuáles son sus verdaderas motivaciones.

En segundo lugar, nada es gratis. Todo cuesta y alguien paga. Cuando se presenta una propuesta económica o de cualquier tipo, siempre hay que preguntarnos quién paga. Los recursos son escasos y ningún gobierno tiene dinero infinito. Muchas veces los políticos olvidan este principio.

En tercer lugar, cualquier acción tiene un costo de oportunidad, definido como el costo de la mejor alternativa dejada de lado. Si el dinero se desvía a corrupción, el costo de oportunidad se mide por lo que estamos dejando de hacer y, por ende, perder por no usarlo, por ejemplo, construyendo hospitales.

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En cuarto lugar, hay que desarrollar la capacidad de lo que se ve y lo que no se ve. En los años ochenta nos vendieron la idea del control de precios. Lo que se ve es que íbamos a pagar menos por cada bien y/o servicio esencial. Lo que no se vio fue que con un precio controlado no habría incentivos para producir. Como todo cuesta, si se obliga a vender a un precio determinado, que en apariencia sea justo (con la dificultad enorme de definir qué se entiende por justo), lo más probable es que ese producto desaparezca de los mercados. Es historia vieja.

En quinto lugar, siempre basar las afirmaciones que hagamos en evidencia empírica. De lo contrario, es solo una opinión. Los datos son claves para diseñar programas de política pública. En estos días, ante la frustración de muchos, abundan en redes sociales las opiniones sin ningún respaldo en información. No está mal que sea así, pero entonces que se diga que es una opinión, pero no un hecho.

En sexto lugar, ver los efectos inmediatos y posteriores de cualquier política. No ver estos últimos es muy dañino. Los seres humanos tenemos un sesgo hacia el corto plazo; para muchos, el mañana no importa porque “ya se verá”. Es un error. El futuro sí importa.

En séptimo lugar, la economía no funciona en un vacío, sino en una realidad concreta que tiene varias dimensiones, como la institucional, la política, la geográfica, la externa, etc. Entender lo que ocurre con la economía supone ver la interacción de esas dimensiones y la economía. Nadie puede negar, más allá de su posición política que hoy, tanto el entorno económico externo como el contexto político interno están condicionando lo que pasa con la economía.

Por último, nunca olvidemos que la economía no es una creencia ni un acto de fe; el mundo está hecho de buenas intenciones, pero no bastan. Sin embargo, la economía es una ciencia y, como tal, se basa en la evidencia empírica y tiene límites. Veamos los datos y dejemos los fanatismos de lado, pues eso no es economía.

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