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[OPINIÓN] Camilo Torres: Apología del sobreviviente
[OPINIÓN] Camilo Torres: Apología del sobreviviente
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Frank Herbert, que nunca se sintió tentado por la erudición, tuvo el talento de nutrir su arte con curiosidad y constancia durante años. Descubrió el psicoanálisis por unos amigos; más tarde conoció los ecosistemas de tierras áridas; luego, la civilización del Islam. Y, claro, estudió los recursos narrativos de la épica y la tragedia. Su objetivo cuando escribió Dune era variado pero coherente: representar al hombre “contemplado como una máquina energética”, víctima y agente de una feroz tiranía: la de la economía, la política y la religión. Todo ello determinado por un ecosistema que casi anula la existencia del agua.
Estos temas le exigían al autor imaginar un mundo implacable, realista. Leemos en la novela: “Arrakis enseña la actitud del cuchillo: cortar lo que está incompleto y decir: ‘Ahora ya está completo, porque acaba aquí’”. La coherencia con este opresivo estoicismo es una de las virtudes de la obra: para sobrevivir en el desierto, se debe recuperar la humedad de los propios excrementos, orina y sudor; el procedimiento requiere una ropa que recolecta el agua de estos residuos, la cual se bebe a través de un tubo que, con los años, deforma la boca del usuario. Hay otras deformaciones: todo el ojo (no solo la pupila) se vuelve azul, por el uso de una droga que permite la presciencia; el cuerpo del protagonista no es atlético, sino reseco: el cuerpo de un sobreviviente.
El héroe, que desciende de los Atridas homéricos, simboliza la unión de Oriente y Occidente. Para rescatar a la especie humana de la extinción se resigna a comandar un genocidio de miles de millones de víctimas. Como puede ver el futuro, pero desde un agujero, intenta dirigirlo para salvar a quienes ama, y fracasa. Ante la visión de su inmolación última, se acobarda y huye. Paul Atreides, al final, no es sino “un hombre que juega a ser dios y no un dios que puede hacer llover”, advierte Herbert. No es Luke Skywalker, que camina sobre el cielo. Villeneuve ha sido incapaz de comprender esto. Su película no se limita a infantilizar una novela muy adulta; es una traición directa de los postulados éticos de Herbert. El cineasta incurre así en un pecado contra la vida, desde la perspectiva de quienes sobreviven gracias a la despiadada represión de toda debilidad. Es útil que el espectador lo sepa; acaso le conceda a Frank Herbert la oportunidad de desmentir las miserias comerciales.
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