Este artículo debió titularse “El primer año de Biden” pero quizá el mal momento que padece el actual presidente de Estados Unidos se debe no solo a un contexto internacional económico, comercial y de salubridad que escapa de sus manos por ser un problema global, sino a que muchos de sus compatriotas ya dan por descontado lo que antes era la regla y no la excepción: disfrutar de un sistema político sin un gobernante en campaña electoral perenne, polarizador y bravucón como el período de Trump.
Cuando el precio de la gasolina es alto, hay inflación y el Ómicron echa por la borda muchos de los logros que el actual gobierno había logrado devolver al país a nivel de salud pública y reactivación económica, la mayoría de la población no vincula esos problemas al contexto internacional de la crisis de la cadena de suministros y a causas naturales como la mutación del COVID-19 a la mucha más contagiosa mutación del Ómicron. Entonces, como ocurre en todos los tiempos y lugares, las sociedades se entregan al “wishful thinking”, una especie de pensamiento mágico, de que una figura salvadora los devolverá a “buenos tiempos”.
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Muchos estadounidenses comienzan a minimizar la importancia del intento de golpe del 6 de enero de 2021 que organizó Trump con el ataque al Capitolio; a su peligrosa política exterior distante a Europa y de la OTAN; a sus constantes ataques contra los medios de comunicación, y lo más grave, al no reconocimiento de su derrota electoral contra Biden hasta el día de hoy. Cada vez hay más moderados que parecen dispuestos a considerar para 2024 votar por el delirante expresidente y su “secta”, el partido republicano, con las honrosas excepciones de algunos disidentes no oportunistas, pensando que su peligrosidad podrá controlarse.
Biden ha hecho políticas buenas y malas, y quizá su error principal es minimizar que el país cambió mucho después de Trump, pero su mejor aporte ha sido devolver al país cierta serenidad y sensatez.