Diez soldados iraquíes fueron asesinado por órdenes de Trump en un bombardeo a un convoy militar en el aeropuerto principal de Bagdad. Entre los muertos resalta una de las personas más poderosas de Irán, el general Qasim Soleimani, líder de la Guardia Revolucionaria Iraní (GRI). Esta enorme milicia es un cuerpo élite del ejército con más de 150 mil efectivos encargados de la seguridad estatal: mantener en el poder al régimen teocrático iraní; desarrollar su programa nuclear y de misiles balísticos y empoderar a grupos chiítas radicales en el Medio Oriente para debilitar a gobiernos o grupos sunitas (la rama mayoritaria del Islam), cuyos extremistas de lado y lado se enfrentan por la hegemonía de la región desde la muerte de Mahoma en el siglo 7 d.C.

Durante más de una década, Soleimani fue el encargado de fomentar la expansión iraní a través de grupos radicales chiitas como Hezbollah en el Líbano y el movimiento que estaba bajo su mando, la Fuerza Quds (FQ), diversificado en Iraq y Siria (en donde lucharon contra el sunita Estado Islámico) y en los conflictos de Yemen, Gaza, Afganistán, etc.

Que a Soleimani lo asesinaran en Bagdad revela la política militar expansionista de Irán y también la presencia de tropas de EE.UU. que aún se mantienen en Iraq, nación a la cual ninguno de los dos países le permiten ser independiente.

Soleimani murió en su ley, asesinado como el criminal de guerra que fue. Trump, ahora, se ha ganado también esa etiqueta, aunque justifique, explícitamente, el asesinato con el hecho de que su gobierno considera a la GRI y a la FQ como grupos terroristas.

La pregunta es si la decisión de matar a Soleimani fue estratégicamente la mejor y pensada bajo una política de largo plazo hacia el régimen iraní o fue oportunismo político de un presidente ególatra que busca distraer la atención del proceso de impeachment.