Un chico de 21 reflexiona sobre su generación. Aunque él y sus amigos no son representativos, sí expresan algunas tendencias, me dice. Sentimos temor de hacer cosas en el mundo real, vale decir, en el mundo no virtual. Acabaron los estudios secundarios a la vez que se iniciaba una pandemia. Tiempo y espacio colapsaron y salvo entre los integrantes del hogar, todo se hacía en línea.
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Me dice que no ve en sus contemporáneos eso de que tienen miedo de quedar fuera, de perderse eso que podría ser lo máximo, la fiesta a la que no fueron invitados, el lugar que no van a conocer, el grupo al que no pertenecen. Según mi interlocutor, eso es cosa de mayores, de los que accedieron a lo digital cuando eran adultos jóvenes, de quienes “suben” la realidad a la red y pueden ser testigos en tiempo real de la vida real de todo el resto.
Pero si tuviste una niñez basada en el celular y pasaste un lapso importante sin las interacciones cara a cara que definían la vida, desde comprar hasta aprender, las redes y plataformas virtuales son la realidad: desde el cortejo hasta la actividad política, pasando por el sexo y la terapia psicológica, ocurren en ese nivel.
Más que miedo de no estar en un lugar, es miedo de estar en cualquier lugar y hacer un cierto número de trámites que en el mundo de carne y hueso, en el mundo de desplazamientos, en el mundo de olores y toqueteos y otras sensorialidades, se antoja agresivo, desgastante, complicado y agresivo.
Hay algo adicional: mi joven amigo señala que la virtualidad hace a todos, pero sobre todo a quienes nacieron dentro de ella, demasiado conscientes de cómo son vistos. Son curadores, literalmente, de las partes de sí mismos que muestran, de lo que van a decir y escribir; filtran todo en la medida que van a tener una retroalimentación instantánea y omnipresente de aquello que despliegan de sí mismos y pueden vivir en un estado casi permanente de ensayo general. Y si hay dudas, siempre se puede recurrir a la asistencia de una inteligencia artificial vista como cada vez más versátil y no solamente apta para las palabras.
El mundo exterior, obviamente, no deja mucho lugar a lo anterior: hay que arriesgarse más o menos todo el tiempo, el ensayo y el error son indispensables y no hay manera de editar todo antes de hacerlo o decirlo. Y es en ese mundo en el que muchos jóvenes no quieren estar, o estar lo menos posible.
Claro que no todos, pero suficientes ejemplos de lo anterior comienzan a ser vistos por psicólogos, mentores laborales, especialistas en recursos humanos corporativos, profesores en escuelas y universidades: la vida fuera de la pantalla como una amenaza de fracaso, avergonzamiento, incomodidad. En realidad, pues, sí, lo es, pero no ingresar en ella quedándose detrás de una pantalla, lleva a una enorme fragilidad.
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