El financiamiento del cine peruano ha sido una cuestión polémica en los últimos años. Recientemente, la indignación de productores y actores despertó luego de que se aprobara la Ley del Cine. La ministra de Cultura, Leslie Urteaga, fue abucheada en el Teatro Nacional, a pesar de que observó la ley. Ese abucheo no se escuchó cuando Urteaga bailaba con Richard Swing, quien firmó jugosos contratos con el Ministerio de Cultura en el Gobierno de Vizcarra. En ese entonces no importaba quién bailaba, siempre y cuando la billetera de Cultura estuviera abierta y generosa.
Quienes apoyan otorgar, sin condiciones, subsidios al cine peruano acusan de ser ignorantes a quienes se oponen y aseguran que no saben qué es la cultura. Incluso, como respuesta a un comentario que hice en redes, me increparon que “nos merecemos ¡Asu mare 10!”.
Este comentario exhibe a la perfección la verdadera idea de los “defensores del cine peruano”. Como Luis XIV con el Estado, ellos se perciben los dueños del concepto de ‘cultura’. Para ellos, quienes disfrutan de otras películas que no sean dramas escritos por sociólogos son ignorantes. Por eso, ningunean comedias que sí saben llegar al público peruano y, por eso, siempre les va mal en cartelera.
Sin embargo, ahora aseguran que el Estado les ha quitado la “libertad” de hacer películas. Esta es otra falacia. La libertad de hacer películas, así como de hacer cualquier otro negocio, la tienen todos los peruanos. La diferencia es que estos artistas sienten que el negocio del cine está por encima de cualquier otro por ser “cultura”. Cuando un peruano quiere emprender, pide préstamos o usa sus ahorros, arriesgándose a que al público no le guste su producto y quiebre. Pero en el caso del cineasta subsidiado, su objetivo no es agradar al público, sino llevar adelante su idea, sin riesgo alguno y con dinero ajeno. ¿Por qué, entonces, el cine debe tener privilegios que otras industrias no tienen?