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Jaime Bayly: La travesía por el desierto
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De pronto en el canal el aire se ha enviciado y los rostros se han tornado sombríos porque la gerencia nos ha comunicado que, debido a problemas financieros insuperables, derivados de la creciente migración de la audiencia a otras formas de consumir contenidos audiovisuales que no sea la tradicional sintonía a un canal de aire con tandas de publicidad cada diez minutos, nos darán vacaciones forzadas, no pagadas, de tres semanas, a mitad del verano, en junio. Todo mi equipo está triste, apesadumbrado, hubiera querido seguir trabajando y ahora está obligado a descansar, pero yo estoy encantado, así de holgazán soy, y no me importa que me paguen menos o no me paguen, si a cambio me permiten un largo asueto veraniego, tres semanas de no hacer nada, reposar como un caimán gordo al pie de la piscina y no prestar mi rostro a que lo empolven y coloreen ni ponerme una sola corbata y dedicarme al incierto, misterioso trabajo del escritor sin editor.
De pronto me he quedado sin editor después de veinte años publicando una novela cada año y medio, quince novelas en veinte años no parece una mala marca, otra cosa bien distinta es que sean quince novelas buenas, de precisar o evaluar eso ya se ocuparán otros, yo solo diré que no he desmayado en el empeño suicida, kamikaze, pistolero, tiratiros, de publicar una ficción revulsiva, revoltosa cada año y medio, y ahora, quién lo diría, sin imaginarlo ni preverlo, como si me hubiera descarrilado de la autopista y dado una aparatosa vuelta de campaña, me he quedado sin editor, porque mis más recientes editores, que me publicaron las últimas tres novelas, quieren publicar una novela que les entregué y luego quité, alegando que ya no quería publicarla, un súbito cambio de opinión que no fue puro capricho o veleidad de diva, sino obediencia a mi madre, que, sin haber leído aquella novela voluminosa sobre la familia, los hermanos, los tíos, los abuelos, las tías intrigantes y codiciosas, el tío millonario a punto de morir que no sabe a quién dejarle la fortuna, luego los que heredan y se pelean por más dinero y los que no heredamos y peleamos para que nos den una dádiva, una limosna, un maná justiciero, me dijo, de la manera más amable y delicada, que si yo publicaba esa novela, no la vería más en esta vida ni en la otra del más allá, ni tampoco vería desde luego algo del dinero que ella ha heredado, que no es poco y alcanzaría para comprar tres editoriales, todas en crisis en estos tiempos, con lo cual tuve que replegarme, retirar la novela ya ofrecida, expresar sentidas disculpas a mi agente literario y sentarme a escribir una novela que, apenas terminada, envié a mi editor, solo para que me dijera que esa nueva novela no le interesaba, pues quería la anterior, la prohibida, la censurada, la del escándalo familiar, la que me dejaría más desheredado de lo que ya estoy y enemistado con mi madre en esta vida y la otra. No me ha quedado más remedio, es una pena, que despedirme de mi editor y buscar otro, sin resultado alentador a la vista, aunque de momento hay una casa editorial que ha prometido publicarme la nueva novela el primer trimestre del próximo año. ¿Cuándo, si acaso, publicaré la otra, la saga familiar de momento censurada? No lo sé: una opción es cuando muera, otra cuando mi madre ya no esté entre los vivos, la tercera es irme a la guerra con mamá, y esa opción es la que menos me tienta.
De momento, y por razones atribuibles a la baja en la cotización de las acciones de la minera familiar, una caída de ochenta por ciento en apenas cuatro años, y cuando ya parecía un hecho que mi madre vendería una parte sustancial de su paquete o portafolio, y estando varios de sus hijos (cuénteseme entre ellos) con la boca abierta y la lengua afuera y la respiración acezante y entrecortada para que la jefa nos echase un poco de agua bendita que nos sacase de la menesterosa condición en que nos hallamos, algunos desempleados, otros endeudados, casi todos ansiosos e impacientes por jubilarnos y vivir de nuestras rentas, se nos ha comunicado, desde la capital española, tras varias semanas de arduas negociaciones con una minera suiza, que la venta se ha frustrado porque algunas personas prominentes de la familia cambiaron de opinión y pasaron a considerar que es mal momento para vender, pues el precio está muy deprimido y quizá en unos años la cotización suba a los niveles de hace cuatro años y entonces será momento de vender, pero no a precio de ganga o liquidación como ahora. Muy bien, me parece muy bien, le digo a mi madre, que me informa de tan aciaga noticia, pero ¿y ahora quién nos va a echar un alpiste a nosotros, los cuervos? ¿Cómo, si no recibimos un anticipo de herencia, otro más, vamos a pagar las deudas de las tarjetas, la hipoteca de la casa, los viajes ya programados y reservados, las pesadas líneas de crédito que nos dieron ciertos bancos con el aval de nuestra madre, la jefa, la madrina, la dueña y señora, la mandamás de la tribu familiar? ¿Cómo vamos a reptar, arrastrarnos, salivar nuestra hambre y nuestra sed, cómo vamos a llegar famélicos al día incierto en que la jefa venda y nos saque de pobres? ¿Cómo vamos a seguir fingiendo que somos unos señoritos ricos cuando en realidad somos unos inútiles y estamos endeudados hasta el cuello? Era urgente, imperativo, inaplazable que la dueña y señora vendiera, pero al final no vendió y ahora debemos proseguir esta larga travesía por el desierto y sabe Dios si estaremos vivos cuando al final llueva agua bendita sobre nuestras cabezas chamuscadas y nuestras lenguas resecas, ajadas.
De pronto, con el canal anunciándome vacaciones forzadas, mi editor comunicándome que desiste de seguir publicando mis sentidas efusiones, mi madre poniéndome al tanto de que no lloverá agua bendita este año ni el próximo, los huesos que ya me duelen y crujen cuando me agacho a recoger el periódico que ya no quiere publicar mis columnas, en medio de tantas noticias aparentemente contrariadas, he decidido, de acuerdo con mi esposa, y sin saber cómo voy a pagar la gracia repentina, llevar a mi hija menor a un parque de juegos infantiles, a cuatro horas en auto desde nuestra casa, para escapar de la realidad, que me ha cogido del pescuezo y va dejándome sin aire, y flotar unos días en la nube de las más pueriles fantasías y reír en familia como si fuera un niño mimado, y no el viejo panzón que ya soy, y, nada más llegar al parque y subir a los juegos y hacer el ridículo tan libre y gozosamente, he olvidado de pronto, enhorabuena, tantas malas noticias en seguidilla, y he sentido que conjuraba la mala racha y espantaba la saña del azar concentrando todas mis energías no en salir en televisión ni publicar una novela ni pagar mis deudas, sino en hacer reír a mi hija de cuatro años. Cuando ella ríe a gritos y me dice apodos insólitos y se burla de mi barriga y me apremia para subir a otro juego, todo lo demás parece insignificante, prescindible, y se olvida en el acto, en nombre de la felicidad de una niña que ignora todo lo malo y captura todo lo bueno. No sé todavía cómo pagaré la cuenta del hotel señorial y la semana visitando todos los parques de atracciones, eso ya se verá luego, de momento estoy usando la tarjeta de crédito de mi madre y cuando llegue la cuenta creo que le diré ¿serías tan amable, querida mamá, de darme una manita con esta cuenta de tu nieta tan querida, en compensación por la novela que me censuraste? Mi madre, que es una santa, seguro que pagará todo, y en junio me parece que nos encontraremos en Nueva York y pasaremos juntos las tres semanas de mis vacaciones forzadas, no pagadas, y ya hice las reservas para ese viaje y no me pareció indelicado usar para tal efecto la tarjeta de mamá.
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