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Jaime Bayly: Siempre una adicta
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Por razones de trabajo, tuve que viajar a Houston, siguiendo instrucciones de mis jefes del canal La Poderosa de Miami, para dar una conferencia titulada "Cómo vencer tu adicción al pene", pues mi programa tiene mucha sintonía en Houston y la comunidad latina me reclamaba con entusiasmo.
Yo he sido adicta al pene toda mi vida, desde muy joven, cuando estudiaba en el colegio Villa María de Lima, y luego como estudiante de sicología en la Unifé, y no es por jactancia o aspaviento, pero pocas mujeres conocen tanto al pene y sus peligros y ramificaciones como yo. Me considero una experta, una gurú en la materia. He jugado con muchos penes, les he puesto nombres, apodos, les he hablado con cariño y familiaridad (no siempre en español), me han dado muchas horas de placer, he llegado a amigarme tanto con ciertos penes que a sus titulares no les hablaba y a ellos sí, y a mi edad, cincuenta años, puedo decir modestamente que soy una ex adicta, he superado mi dependencia compulsiva, ahora me contento con uno solo, el de mi esposo Silvio, que es dos décadas menor que yo y me cumple de maravillas, tanto que ya no necesito salir a la calle a buscar otros.
El problema de ser adicta al pene es que uno lleva a otro y a otro y a otro, y ya ninguno te basta, te satisface, y haces tuya la superstición de que siempre habrá uno mejor, insuperable, esperando complacerte; otro problema es que, cuando conoces tantos, es inevitable compararlos, cotejar sus bríos y sus fuelles, y algunos te parecen amigables pero no suficientemente rendidores, y los das de baja, sin decirles a sus titulares o poseedores por qué te alejas de ellos, tampoco se trata de ser una malcriada, pero el problema más delicado es que la necesidad o urgencia de saturar tus orificios con un pene gallardo, enhiesto, peleón, puede asaltarte en cualquier momento, en la circunstancia más inoportuna, por ejemplo, cuando estás trabajando en la televisión, o durmiendo al lado de tu marido, o comprando baratijas en tiendas de descuento, o almorzando en el cafetín cubano, y en esos casos la adicción se manifiesta en forma rotunda, y no hay manera de controlarla, y en verdad te esclaviza, y tienes que meterte en líos para conseguir un pene servicial que en apenas diez minutos te calme la ansiedad y te deje saciada, serena.
Algunas televidentes de Houston me preguntaron si la adicción al pene podía curarse con juguetes eróticos que sustituyan a ese bendito animalito que tanto placer me ha dado, y yo me debo a mi público y por eso no pude mentirles: no, ningún consolador, vibrador, adminículo de jebe o anillo mágico o rosario de madreperlas podrá estar nunca a la altura de un auténtico pene americano, siempre que el portador, claro, sepa usarlo, porque hay tipos con grandes colgajos que son unos inútiles y te dejan insatisfecha, y hay idiotas con porongas normales que, sin embargo, puestos a dar combate, se agigantan y resultan unos atletas sexuales y te llevan al éxtasis puro. Yo he tenido maridos inteligentes (Sandro) que no sabían chancarme bien y en consecuencia agravaban mi adicción y la hacían parecer incurable; maridos brutos y presumidos (Osvaldo, el argentino, del que colgaba una anaconda) que eran de muy escasa inventiva y me aburrían de tanto repetir las gimnasias eróticas; y ahora tengo un marido delicioso (Silvio, qué pedazo de choripán), gracias al cual he superado mi adicción, pues me tiene tan satisfecha y ahíta de placer que no necesito salir a buscar en la calle lo que encuentro de sobra en el lecho conyugal.
En mis peores épocas de adicta, yo era prisionera de una enfermedad terrible, muy dolorosa, que me laceraba la piel y el alma: la envidia del pene. Ella se manifiesta soterrada y crecientemente, a sol y sombra, llueve o truene, y no consiste en querer ser hombre, pues una está contenta siendo hembra, pero es tal la necesidad de comerse un pene doblado, al dente, en carpacho, en el momento más insólito, que quisieras tener uno a mano, como parte de tu equipaje, para usarlo en caso de emergencia, como un extinguidor para apagar el fuego o un inhalador para calmar un ataque de asma. Vaya si habré envidiado penes, decenas de ellos: principalmente, si me pongo memoriosa, uno que era épico y poseía textura de héroe y cuando salía a dar batalla parecía que iba montando a caballo, el de Sebastián, el actor; y otro que era bello y radiante y embriagador como ver un arcoíris, el pistolón fogoso de mi viejo amigo y colega locutor Meme Salcedo, que me dejó horadada como un túnel los años que fuimos compañeros en Radio Oxígeno de Lima. Mi terapista, que por supuesto me ha enseñado su dotación aunque me prohíbe tocarla, me asegura que he superado mi etapa de envidia furibunda del pene, y debe de ser verdad porque ya no me gusta ponerme un cinturón poronguero y cogerme a Silvio, como machucaba otrora a mis maridos Sandro y Osvaldo, en mi época de adicta y envidiosa.
No por haberme curado, sin embargo, dejo de ser una adicta latente: siempre lo seré. Parte de la terapia consiste en reconocer eso mismo, que una adicta al pene lo será toda su vida, e incluso probablemente en la vida eterna, si hay penes en el cielo, si los ángeles vienen con sorpresa, que ojalá. Esto lo dije en mi conferencia en Houston, y noté rostros compungidos, de preocupación, entre mis seguidoras: que cuando el pene ha sido una droga, un vicio, una forma de azúcar morena que inoculas en tu sangre, siempre serás adicta, aunque ahora te contentes con uno solo, como es felizmente mi caso. ¿Crees que ya estás a salvo de una tentación súbita, inopinada? ¿Que ya no harías locuras, imprudencias, disparates para adherir tus carnes a un florete picarón? ¿Que nunca más le pedirás a un extraño que te permita un momento de entretención o esparcimiento con su mascota colgante? ¿Estás segura de que ya no eres una perra en celo y ahora estás domesticada? No, hija, no te engañes: siempre serás una perra, siempre estarás tentada de recaer, siempre pensarás en un pene hechicero cuando estés aburrida, escuchando a un cura dando un sermón o a un político prometiendo el paraíso o a tu marido roncando. Yo, por ejemplo, al día siguiente de mi conferencia, fui con Silvio a pasear por Galleria Mall, donde están las mejores tiendas de Houston, y si bien no compré nada porque estaba corta de fondos, sí me permití el desahogo de que, cada vez que un peruano o un venezolano o un mexicano me reconocía por mi trabajo en La Poderosa y me pedía una foto, no le negaba mi rostro, me avenía a los retratos con gran simpatía, y cuando ellos, tan bobos, tomaban las fotos, yo les sobaba apenitas la entrepierna para ver cómo venían dotados, cuánto bulto escondían, de qué calibre era su pistolita, todo por supuesto sin que Silvio se diese cuenta, como una caricia casual, accidental, y por suerte los fanáticos que ausculté venían menos aventajados que mi Silvio, o al menos esa fue mi impresión.
Quise cerrar mi conferencia en Houston con una idea-fuerza, el eje de la ponencia, la columna de mi disertación: aprende a ser amiga del pene, háblale, ponle un nombre, dile un apodo cariñoso, no lo agites o sacudas o fricciones como si fuera tu empleado doméstico, tu criado todoterreno, no: siempre que puedas, háblale bonito, despacio, con afecto y hasta reverencia, y verás que poco a poco se va encariñando de tu voz, tus palabras almibaradas, y con solo hablarle te ganarás su amistad y luego te cumplirá encantado porque no sentirá que abusas de él. No pierdas tu tiempo, hija mía, hablando con el portador del pene, los hombres son casi todos unos tarados, háblale bonito al pene y verás cómo te cambia la vida. Yo al de Silvio le digo Pipiolo, Pipiolito, y él me sigue embelesado como girasol al Sol, y cuando le hablo muy de cerca, juro que me sonríe.
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