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Jaime Bayly: Quién paga la cuenta

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Fecha Actualización
Silvia tenía muchas ganas de ir a un espectáculo humorístico, y por eso contratamos a una nana para que se quedase en casa cuidando a nuestra hija y salimos temprano para conseguir entradas.

Nada más llegar a las afueras del teatro, un joven vestido de blanco, con pantalones cortos y zapatillas, se acercó a nuestro auto y nos dijo que debíamos pagar quince dólares por el valet parking.

-¡Quince dólares! –protesté–. ¿Me vas a cuidar el carro o vas a ponerle llantas nuevas?

El joven de blanco no se rio y me miró con hostilidad. No me dejé intimidar:

-¡Ni loco te pago quince dólares! Que Dios te pague.

Silvia sonrió y me dijo:

-Es gracioso que hables de Dios cuando en televisión dices que eres agnóstico.

Me retiré del parqueo asistido y, con perfecto aplomo, estacioné en el lugar para minusválidos. Silvia me miró, sorprendida. Antes de que me dijera nada, saqué de la guantera un permiso de estacionar para minusválidos y lo colgué del espejo delantero.

-¿De dónde lo sacaste? –preguntó Silvia.

-Me lo imprimieron en el canal –dije–. Es falso. Pero no se nota. ¿No es idéntico a los de verdad?

Silvia masculló algo que no alcancé a entender, pero no estaba elogiándome, eso seguro.

Caminamos un par de cuadras y nos dirigimos a la boletería. Pedí dos entradas.

-Son cien dólares –me dijeron.

-¿Qué? –di un respingo–. ¿Cuánto me dijo?

-Cien dólares –respondió en inglés el sujeto al otro lado de la ventanilla.

-¿Eso incluye una botella de champán? –pregunté.

-No –dijo, secamente.

-¿Incluye cervezas, refrescos? –insistí.

-No –respondió, de mala manera.

-¿Incluye un masaje en los pies, mientras vemos la función? –me hice el gracioso.

-Señor, ¿quiere las entradas o no?

-Ya, ya, deme dos –me resigné, porque Silvia realmente tenía ilusión de ver el espectáculo.

-Usurero, afanador –le dije al boletero, apenas me dio las entradas–. Te voy a denunciar en televisión.

El tipo me miró con expresión alunada, pues al parecer no entendía el español.

Pasamos al teatro. No había mucha gente. Elegimos la última fila. Faltaban quince minutos para que comenzara la función. Fuimos al bar. Pedimos dos cervezas.

-Son treinta dólares –me dijo en español, con acento cubano, una gordita mimosa.

-¡Quince dólares por una lata de cerveza! –estallé.

La gordita me miró con compasión, como diciéndome: a mí también me parece demasiado, pero yo no fijo los precios, soy solo una empleada.

-¡Es un robo a mano armada! –me sulfuré.

-¿Todavía quiere las cervezas? –se replegó ella.

-¡No! –dije.

-¡Sí! –dijo Silvia.

La gordita entendió correctamente que Silvia era la jefa y abrió las latas de cerveza.

-Esto no es un bar, es una célula terrorista –le dije, pero ella no se rio, y Silvia tampoco, y me miraron con cara de cállate la boca, no eres gracioso.

Nos sentamos y probamos la cerveza. Me supo pésimo. Estaba indignado. Se me notaba. Por eso Silvia me dijo:

-Te has convertido en un tacaño. Cuando te conocí, no eras así. Ahora todo te parece caro.

-No soy un tacaño –me defendí–. Pero tampoco me gusta que me metan la mano.

-Yo pensé que te encantaba –dijo ella, y se rio con aire burlón, y tuve que sonreír, derrotado.

El espectáculo duró hora y media. Fue muy bueno. Nos hizo reír. Silvia tomó una cerveza más. Yo me negué a comprar otra. Cuando pasé por el bar, camino al baño, le dije a la gordita melindrosa:

-Los voy a destruir en mi programa.

Ella se rio, como si tuviera enfrente a un orate, a un loquito pintoresco.

-Voy a denunciarlos por ladrones –insistí–. Con treinta dólares, en mi país compro un paquete de acciones de una cervecera –dije, y me fui furioso al baño.

Apenas terminó el espectáculo, se nos acercó el manager de los actores, un argentino, y nos dijo para ir a comer.

-No tengo hambre, mil gracias –le dije, pensando: si quiere ir a comer conmigo, es para que yo pague la cuenta.

-Buenísimo, vamos a comer –dijo Silvia.

-Nos encantaría probar comida cubana –dijo el argentino.

Silvia miró su reloj. Era tarde, pasadas las once de la noche.

-Vamos al Versailles, en la calle Ocho –dijo–. Se come rico, no es caro y cierran a las dos de la mañana.

De inmediato me preocupó quién pagaría la cuenta y cuán abultada sería. Por eso le pregunté al manager:

-¿Cuántos seríamos?

El argentino hizo números mentalmente y dijo:

-Nueve. Y con ustedes, once.

-Ah, bueno –dije, espantado, pensando: voy a pagar la cuenta de once personas, a cien dólares por persona, me voy a patinar mil dólares, esto no puede ser verdad, tiene que ser una pesadilla.

Antes de que yo pudiera decir nada, Silvia dijo:

-Genial, nos vemos en el Versailles.

Toda la media hora larga que nos tomó llegar al restaurante le rogué a Silvia que no fuéramos, que nos escapáramos, que los dejáramos plantados, así conseguía burlar esa cuenta seguramente onerosa:

-Amor, en la casa la nana nos ha hecho huevos duros. Son tan ricos. Vamos a comer a la casa. Que los actores coman en el Versailles, yo no quiero ir, sabes que cuando somos un grupo grande la paso mal, tengo que gritar, es un bullicio del carajo y siempre termino pagando la cuenta.

-No la pagues. Pagamos entre todos. Pero ya quedamos. No podemos dejarlos plantados –dijo Silvia, y manejé obediente hasta el Versailles.

Como nos advirtió el manager argentino, éramos once en total. Nos dieron una mesa grande. Todos pidieron mojitos y cerveza para empezar. Yo pedí agua de caño con hielo. Luego pidieron todos los aperitivos imaginables: yucas fritas, croquetas, calamares fritos, mariquitas, yucas rellenas, huevos de codorniz, qué sé yo. Yo me conformé con pan con ajo. Los veía comer con tanta hambre y de solo pensar cuán elevada sería la cuenta y quién la pagaría me quedaba sin hambre y apenas mordisqueaba una mariquita.

Por suerte la conversación fue divertida y nos reímos mucho y a ratos me olvidé de lo que me costaría la velada.

Cuando trajeron la cuenta, sin que yo la pidiera por cierto, me la entregaron, tal vez porque los camareros ya me conocían y sabían que yo siempre pagaba, o por ser el más famoso, o el que presumiblemente ganaba más. Miré la cuenta: seiscientos dólares. Me causó tanta impresión que me sobrevino un ataque de hipo. Peiné la mesa con una mirada distraída y nadie hizo el ademán de mojarse conmigo. Todos esperaban que yo pagara. Me puse de pie y me dirigí a la oficina del administrador, un español con aliento a ajo.

-¿Me puede hacer un descuento? –le pedí.

-Ya le hemos descontado el veinte por ciento –me dijo, amablemente.

Le di mi tarjeta de crédito, refunfuñando, y pagué. Luego volví a la mesa con aire victorioso, como si no me hubiese dolido pagar la cuenta, y me agradecieron, y dije, tan orondo:

-Tranquilos, que paga el canal.

Si seré un idiota: apenas dije eso, pidieron una ronda más de mojitos. Silvia me miró y no pudo contener un ataque de risa. Yo seguía con hipo. Media hora después, tuve que mojarme con cien dólares más.

En el carro, camino a la casa, no dije una palabra. Hervía de rabia y rencor. Toda la noche me había costado casi mil dólares.

-Al menos puedes escribir una columna sobre todo esto –me dijo Silvia, cuando llegamos a casa.

-Sí, la escribiré –dije–. Pero me pagan cien dólares por columna, y la noche me costó mil.

Subimos a la habitación de nuestra hija, verificamos que estuviera durmiendo y, mientras Silvia y yo nos quitábamos la ropa, ella me preguntó:

-¿Puedo hacer algo para que no te duermas molesto?

-Tú sabes lo que me hace feliz –le dije, con una media sonrisa.

Silvia abrió la caja fuerte, sacó el aparato, se echó a mi lado y me introdujo delicadamente un pequeño consolador.

-Gracias, amor –le dije–. Hasta mañana.

-¿No quieres que te lo prenda? –preguntó ella, sorprendida.

-No –le dije–. Ha sido una noche horrible. Estoy deprimido. Voy a dormir con el consolador puesto.

-Buenas noches, bebito lindo –dijo ella, y nos dimos un beso.