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Jaime Bayly: Innoble batalla
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Hacía una semana se había terminado el frasco de Cialis, pastillas de cinco miligramos que tomaba cada día al levantarme, y no había podido comprar uno nuevo porque no me alcanzaba la plata (el frasco de treinta unidades costaba trescientos dólares), en el canal me habían rebajado el sueldo y me daba vergüenza pedirle dinero a mi esposa para comprar esas píldoras que aseguraban un correcto (tampoco digamos descollante o sobresaliente) rendimiento sexual. Pensé que podía dejar de tomarlas sin experimentar un decaimiento en mi apetito erótico y confié en que, cuando llegara el momento, el amor que sentía por mi esposa (ya cinco años juntos, cuatro casados) obraría milagros y me permitiría, sin estimulantes químicos, estar a la altura de las circunstancias.
Tal vez para celebrar que nuestros parientes cercanos, recientemente de visita, habían vuelto a la ciudad del polvo y la niebla, y que estábamos de nuevo solos en casa con nuestra hija y su nana pundonorosa, mi esposa y yo abrimos una botella de vino helado canadiense, de un sabor dulzón irresistible, y nos dimos un baño a medianoche en la piscina y luego subimos a nuestra habitación, nos quitamos las ropas de baño y nos entregamos a los consabidos juegos amorosos, el preludio de la refriega erótica, el apareamiento quizás fogoso entre el macho cincuentón y la hembra veinteañera. Muchos besos, muchas miradas volcánicas, palabras encendidas, promesas de amor inmoderado, eterno, pero lo mío, allá abajo, seguía dormido, flácido, gelatinoso, un flan, una medusa, una masita fría, desganada. Mi esposa notó enseguida, sin ser demasiado avispada, que, por mucho que me agitaba y procuraba izar el mástil y ondear el pendón, desenvainar el sable y blandirlo afilado, tensar el cable de alta tensión y dejar que pasara la corriente bienhechora, todo estaba muerto allí abajo, un cementerio entre las piernas, la paz del camposanto enterrando las inútiles armas guerreras.
Tuve que confesarle entonces, cuando fue evidente que el pajarito no levantaría vuelo y yacería allí, postrado, agonizante, que había dejado de tomar el Cialis, y eso tal vez explicaba mi indisposición para cumplir los resabidos ejercicios amatorios que se esperaban de un mamífero macho con masiva bolsa ovoide y mustia tripita inapetente, apática para las tareas a las que había sido llamada. Mi esposa me riñó cordialmente, hizo acopio de paciencia, me preguntó si quería intentar algún método experimental para tratar de resucitar lo que se hallaba muerto o en coma, y cuando le dije que estaba dispuesto a todo, se excusó, fue a su habitación y regresó con un número de adminículos, ungüentos, pócimas sanadoras y aparatos médicos y se tendió en la cama a mi lado y prometió que alguna de esas técnicas funcionaría y convertiría las ruinas añosas en poderoso rascacielos.
Primero recubrió el minúsculo colgajo con una cubierta plástica, su antiguo y ya en desuso succionador de pezones, y a continuación pulsó la tecla para que la bombita empezara a absorber el aire, y, al advertir mi rostro de estupor, me dijo que le tenía fe ciega al succionador, pues lo había usado con otros hombres en casos de emergencia, y en general funcionaba como un endurecedor de lo que estaba blando y despertador de lo que se encontraba dormido. Succionó y succionó el aparato, pero, pasados unos minutos, pareció evidente que el bebé no despertaría, continuaría hecho un ovillo, enroscado, de espaldas al mundo, hastiado de jugar. Mi esposa, llena de inventiva pícara y maliciosa, retiró la bombita chupapezones, diagnosticó con ojo de enfermera que la zona se había corrompido por falta de oxígeno, anunció que practicaría una nebulización al animalito en duermevela y, en efecto, enchufó el nebulizador que a menudo usábamos para airear mis pulmones viciados y taponeó la culebrilla mansa, acoquinada, y enseguida una nube vaporosa empezó a filtrarse sobre aquella provincia en huelga y la cubrió de una densa neblina, presumiblemente restauradora de los tejidos condolidos, en duelo o luto profundo, recogidos como si la procesión fuera por dentro y no hubiera ya nada que celebrar. Tampoco, para mi desdicha, pudo devolverme los bríos aquel procedimiento nebulizador.
Cuando ya pensaba que debíamos rendirnos, de nuevo mi esposa me sorprendió, aplicándome en la entrepierna polvo de levadura traído de la cocina (que ella prometió que hincharía la cosa menguada, aflautada), luego un ungüento mentolado para el pecho, conocido como "vick vaporup", y finalmente sopló y resopló y hasta insufló, confiando en que el suflé de calabacita, tan apocado, tan achantado, se inflaría como si estuvieran horneándolo y saldría agigantado, envanecido, pomposo de tanto inflamarse. Pero, de nuevo, nada funcionó, y ya tenía yo ganas de llorar cuando ella, indesmayable, porfiada, me pidió que intentásemos un último recurso desesperado, y bajó al cuarto de la limpieza, subió con la aspiradora y, tras enchufarla a distancia conveniente, aplicó la técnica conocida en mis años mozos como "la electrolux", consistente en bañar de una vaharada de aire caliente la zona renuente y esperar a que el cosquilleo de la brisa pusiera de pie lo que yacía repantigado como un tullido tirado en la banca de un parque, una cosa fea y hedionda que nadie quería mirar. De nuevo humillado ante el fracaso de la aspiradora, saqué un rosario de la mesita de noche, lo enredé en mi tallo viejo o alicaído palo menor, me encomendé al Papa argentino, pronuncié unas plegarias en latín y esperé a que un milagro devolviera la vida a lo que a todas luces había expirado. Inútiles, tardíos fueron mis rezos.
Mi esposa caminó entonces al baño, volvió con tres Viagras de cien miligramos, los machucó salvajemente dándoles golpes con mi lupa voluminosa (el aire se había enfebrecido, de pronto parecíamos capaces de hacer una locura), los disolvió en un vaso de limonada y me conminó a que bebiera esa poción. Media hora después, albricias, eureka, enhorabuena, el frágil palitroque bombón era de pronto un roble, un cactus eréctil, un pedazo de tronco, el mástil enderezado y tenso de mi velero. Nos echamos a la mar y surcamos las aguas del deseo y navegamos como un solo bergantín silbando con la fuerza del viento y acabamos retozando en la orilla espumosa, al pie de una isla llamada el paraíso.
Bueno fuera que allí hubiese terminado la historia, cuánto me gustaría reportar un final feliz, pero la alquimia resultó tan poderosa que lo que había despertado y ahora se tensaba con jactancia y aspaviento no parecía en absoluto dispuesto a replegarse, empequeñecerse e irse a dormir. Pues no, tal cosa no fue posible, las tres cápsulas de máxima potencia habían provocado un incendio y ahora no había cómo sofocar las llamas, debelar el motín, aplacar al soldado levantisco, soliviantado. Primero nos reímos, luego nos pusimos serios, después nos preocupamos y finalmente, gimoteando yo de un dolor insano, malhadado, rogándole a mi esposa que decapitara al amotinado, guillotinara al felón, salimos a toda prisa al hospital más cercano, entramos por urgencias, yo rengo, cojeando, arrastrando un culebrón, y rogamos a la enfermera que hiciera algo, lo que fuera necesario, para aplicarle un antídoto a la boa venenosa que amenazaba con quitarme la vida. Espantada al ver un colgajo hinchado, amoratado, tumefacto, la enfermera me aplicó una inyección de anestesia y en menos de dos minutos todos los soldados de mi gallardo regimiento estábamos durmiendo el sueño de los justos, mientras mi esposa y la enfermera se hacían retratos risueños con los escombros de la innoble batalla.
Jaime Baylyhttp://goo.gl/jeHNR
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