Por Cecilia Bákula
Estas Fiestas Patrias nos encuentran en un momento y circunstancias bastante complejas; no solo por la realidad política que vivimos, a la que se une una indiscutible ansiedad e incertidumbre por la ruta que irá tomando el reciente proceso electoral, iniciado, de alguna manera, por la inscripción de más de 30 grupos y partidos que buscan obtener el favor del ciudadano y llegar a ocupar la más alta magistratura del Estado, sino porque el horizonte se ve poco halagüeño en muchos aspectos.
Quizá es indispensable señalar que este año culmina la celebración de nuestro proceso de bicentenario. Son 200 años a través de los cuales venimos forjando, formando, soñando la Nación y estas fechas han pasado inadvertidas, por razones de mezquindad política y/o porque quienes han debido darle esplendor no han tenido ni la capacidad ni la visión histórica de comprender la importancia de relievar las fechas.
El nuestro es un país de grandezas, de cumbres imponentes, de cañones profundos, de naturaleza pródiga, de entrañas ricas, ríos caudalosos, mar generoso. Una Patria querida construida con el esfuerzo de muchas generaciones; una Nación forjada con sable, bayoneta y sangre, con pasión y esfuerzo. El Perú es tierra de héroes que hicieron del arrojo una manera de ser; un país de hombres fuertes que surcan la tierra con manos decididas, es cuna de artistas, de pensadores, de ideólogos, de literatos y poetas, de mujeres aguerridas y profundamente comprometidas con la palabra entrega y esfuerzo. La nuestra es una Patria que derrama abundantemente su riqueza, su fuerza y vigor. Matriz de tradiciones incomparables, ritos, leyendas y memorias que, por antiguas, se pierden en el tiempo.
Y no obstante ello, que se desborda como grandeza día a día, no somos aún capaces de buscar la unión, la dirección final y decidida hacia la consolidación de esa grandeza. No me cabe duda de que una de las raíces más severas para ese desapego con la historia y la cultura, con la tradición y los valores que definen —o deberían definir— nuestra identidad radica en la escuálida y deficiente labor de la educación a nivel nacional. Hemos comprendido mal la modernidad y hemos optado por la inversión y cuasi adoctrinamiento en lo foráneo, dejando de lado la relevancia de lo propio. Sin identidad no hay futuro, pues podremos ser —a través de los medios digitales— ciudadanos del mundo, pero peruanos sin alma.
Y hemos generado una forma de ser tan distinta a la nuestra, tan llena de contradicciones pues, cuando nos hablan del Perú, es como si fuera un ser lejano; cuando nos cuentan historias gloriosas, las sentimos ajenas y cuando se nos convoca para acciones grandes, nos llenamos de remilgos y engreimientos, de inseguridades e indecisiones, de pequeñeces y arrogancias. Curiosamente, el peruano se siente más peruano en el extranjero; añora la patria ausente y fuera se conduce como persona de bien, pero, cuando hay que actuar acá, en el suelo patrio, nos conducimos y nos comportamos como quien carece de respeto por las normas, la vida civilizada, la actitud correcta, el amor a lo propio, con desapego a lo que nos identifica y nos ha de marcar la esencia.
Quizá sea porque no ha calado en nuestra alma esa historia milenaria sobre la que se ha ido formando nuestra Nación. Pero vendrán tiempos mejores, en los que podamos mirar un destino común, aprendiendo a comprendernos y respetarnos en las diferencias. Hoy seguimos con el discurso nacionalista vs. el origen de vertiente europea occidental y nada de eso permite construir la idea de identidad. Nuestra riqueza es la diversidad en lo mucho de andino, costero y de amazónico, en lo mucho de inca y de castizo, en lo mucho de europeo, de africano y de oriental, es en donde debemos encontrar referentes extraordinarios para saber que somos ese hermoso crisol de razas que es y debe florecer nuevamente con el orgullo de ser una potencia de sólida fortaleza cultural.
En vísperas de recordar la gesta de Junín y en pocos meses la consolidación en Ayacucho, debo reconocer que más de una vez soñé que se aprovecharía tanto la proclamación de la Independencia en 1821 como esas dos fechas gloriosas para que, en conjunto, reflexionáramos sobre nuestra esencia e historia, y aprender de quienes nos precedieron en el tiempo y, a pesar de muchos escollos, forjaron este país. Quizá nos quedan estas dos efemérides, grandes eventos este 2024 para hacer esa necesaria y pendiente reflexión.
Creo que no la hemos hecho porque no nos atrevemos a mirar al Perú a los ojos, por miedo a merecer el desprecio de nuestra propia historia. Qué tristeza da ver la miopía de tantos que creen que el futuro debe ser en confrontación, en división y en crisis. Cuántos piensan en sí mismos antes que en los cientos de peruanos a los que ellos, quienes se llaman “autoridades” voluntariamente, los siguen dejando de lado, con el único afán de enriquecerse. Será que esos, a los que les gusta la adulación barata y se creen eternos por ostentar un cargo temporal, no se han puesto a pensar que nada de esa riqueza los acompañará en la tumba y que irán al juicio infinito con las manos cargadas de mal y manchadas de sangre. Cuánto dinero mal habido que no ha sido destinado a los servicios básicos que requieren miles de nuestros connacionales que esperan, esperan, esperan. Cuánta corrupción en las obras públicas que quedan inconclusas y en procesos judiciales eternos que solo conducen a que los menos favorecidos sigan añorando lo que les corresponde: hospitales, carreteras, modernidad, colegios y educación; progreso con dignidad.
Estamos ofuscados porque miramos el presente, difícil e incierto, como el fin de la carrera. Falso es. No porque estemos inmersos en esta situación; podemos dejar de comprender que el futuro mejor está aún por llegar. No descubrimos aún al líder, a quien conduzca nuestro destino por la senda del progreso y la libertad, la justicia y el equilibrio, pero aparecerá y vale la pena señalar que quisiera en esta maraña preelectorera que surja un líder probo, enérgico, decidido, convincente y que sepa que el éxito de la vida está en servir con honestidad. No necesitamos a ninguna persona con complejo de mesías. El Mesías fue uno y único y no necesitamos pobres remedos.
Creo que vale la pena recordar el pensamiento de algunos de los peruanos más ilustres como Garcilaso Inca de la Vega, quien comprendió desde su primigenia visión de mestizo la grandeza de esta Patria; como el pensamiento de Luis Alberto Sánchez, quien habló del Perú como un “país adolescente”, o leer nuevamente a Jorge Basadre, quien señaló que somos “problema y posibilidad”, pero que, como Nación, es más grande que sus dificultades. Estos son tiempos para releer a Mariátegui sin tergiversar su análisis de la realidad nacional, de descubrir al Perú en el texto de Raúl Porras y es igualmente actual comprender la angustia de Vallejo y su llamado a lo mucho que hay aún por hacer y, sin duda, me gustaría que no tuviera vigencia, como aún tiene, la frase lapidaria de Manuel González Prada cuando indicó que “donde se pone el dedo, brota el pus”.
Gracias a Dios, el futuro amanecerá para el Perú y para todos los hombres y mujeres del futuro. Deseo para ellos un amor grande a la Patria, un conocimiento serio de su historia y un compromiso de entraña con el servicio.
*Foto de portada: Colección Vladimir Velásquez