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La fiebre amarilla
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Luego de dos meses de gestión, va quedando en evidencia la falta de adaptación del alcalde Castañeda a las urgentes exigencias metropolitanas. Lima ha llegado a un nivel superior a la crisis que tuvo que enfrentar hace cuatro años: caos en el transporte, inseguridad ciudadana alarmante y carencia de planificación en la gestión. Estos problemas desbordan con facilidad el estilo de "cemento" que el proyecto solidario impuso.
La popularidad no ha sido preocupación de Castañeda. Durante sus gestiones, las cifras de aprobación lo han apoyado sin pestañear. Tiene un capital envidiable –del que su antecesora, Villarán, careció– que podría utilizarse al servicio de las duras reformas que se necesita. ¿Cómo quiere invertir ese envidiable capital, alcalde? ¿Esperando el desgaste propio de una ciudad sin planeamiento o asumiendo una práctica reformista con visión de futuro y preocupación por la convivencia vecinal? Castañeda está en condiciones óptimas para asumir el reto, pero, ya sea por incapacidad, falta de recursos humanos idóneos o de voluntad política, puede ser cómplice activo de un nivel de crisis inédito para la ciudad.
El reservado estilo comunicacional de Castañeda es muy dependiente de "escuderos" que lo protegen del desprestigio. Esta estrategia es funcional cuando se trata de quien busca mayor proyección política. Pero, luego de dos derrotas electorales estrepitosas, el alcalde está en condición de ponerse por encima de las ambiciones politiqueras y atraer técnicos independientes. Pero el egoísmo y la mezquindad le ganan. La fiebre amarilla de las escaleras y los hospitales le impide trascender su propia trampa. Paradójicamente, lo que una vez le sirvió para catapultarse podría ser su propia tumba política.
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