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Irritados, quizá amenazados por cierto rasgo de nuestros hijos. Tratamos de cambiarlos recurriendo a argumentos, cariño o descontrol. Nos exasperan y, contrariamente a lo que pasa en otros aspectos de la vida, perdemos ecuanimidad. ¿Por qué?
Nuestros niños nacen mucho antes de nacer. Tienen una larga historia que comenzó cuando jugábamos a «la mamá y el papá», cuando éramos criados por nuestros padres. Y cuando nos toca hacerlos crecer, nuestras miradas van recogiendo de sus formas de ser aquello en lo que nos reconocemos. Orgullo por ciertos parecidos y alivio por ciertas semejanzas. Pero también percibimos las partes de nosotros que menos nos agradan y rechazamos secretamente.
Es la razón de nuestras reacciones desproporcionadas y oposiciones radicales. Claro, nos decimos que queremos evitarles problemas en sus vidas futuras. ¡Tal o cual característica nos ha traído complicaciones y nuestro hijo va por el mismo camino! Sin reconocerlo estamos reaccionando contra nosotros mismos. Pero, al mismo tiempo, enviando el mensaje «no seas como yo soy», lo que confunde a un destinatario para quien somos un modelo.
Cuando reaccionamos con excesiva pasión ante algunas de las conductas de nuestros hijos –o alumnos–, paremos y preguntémonos qué nos molesta, qué no queremos que ocurra, qué nos recuerda, con qué aspecto de nuestras vidas lo relacionamos, quién es así.
Habrá sorpresas y nos daremos cuenta de que estamos peleando contra una parte de nosotros. Mejor es reconocer que sí, son parecidos pero no iguales, y que no tiene sentido tratar de saldar a través de ellos cuentas que no hemos podido arreglar con nosotros mismos.
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