El dolor fue, alguna vez, como la tristeza, parte irrenunciable de la experiencia humana. ¿Acaso no se ha llamado a la vida valle de lágrimas? Sufrir dolor no podía desligarse de la lucha por sobrevivir a predadores, enemigos, virus, durante existencias inciertas. Se trataba de una marca que se exponía, a veces como condecoración.

Más adelante, se convirtió en señal, en síntoma, de lo que ocurría dentro del organismo y, en su versión más intangible, en las profundidades de la mente. El cuerpo convertido en objeto de investigación y conocimiento hablaba a los especialistas que decidían cuál era la causa e intervenían para eliminarla. Comprender y entender para dar sentido y alivio.

Pero hoy el dolor, como el malestar psicológico, se ha convertido en el enemigo, en la enfermedad. Se trata de algo que se debe evitar a toda costa. El objetivo es una vida indolora, sin malestar ni incomodidad. Basta visitar una librería para constatar que hay cientos de fórmulas para lograrlo.

Ahora nos enfrentamos a ejércitos de administradores del dolor frente a cada vez más personas que sufren dolores indefinidos —espalda, fibromialgia— y reciben medicamentos fácilmente prescritos —basta recordar la enorme cantidad de muertes causadas por OxyContin— o las más variadas “terapias”.

El dolor ya no tiene narrativa, no expresa nada fuera de malestar alrededor de la vida misma, constatación de que no se ha alcanzado, ni se va a alcanzar, los premios que prometen todos los concursos. Nunca ha habido tanta gente adolorida e impotente. El problema es que la opción que les queda es… causar dolor, a sí mismos o a los demás.


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