Suena a detectives, abogados penalistas, jurados, búsqueda de culpabilidades y definición de castigos. También a periodistas de investigación o de entretenimiento, que desvelan debilidades, trampas y pecados.

Pero no, me refiero a datos producidos por la ciencia y que llegan a nosotros como evidencias de que, digamos, los niños que ven más de tantas horas de televisión o los adolescentes que toman tantas copas de licor o los padres que susurran en un idioma que no es el materno tantos minutos… Luego vienen consecuencias positivas o negativas para la vida futura.

Las consecuencias de un empacho de evidencias en la opinión pública, especialmente en aquellos que toman decisiones sobre la base de la ciencia, son malsanas.

Cada vez más decisiones políticas referidas a la salud colectiva se sustentan en evidencias interesadamente presentadas por grupos con agendas que son su razón de ser. Pro o anti algunas de las formas de ver lo importante: sexualidad, muerte, alimentación, diversión, aprendizaje. Promueven evidencias compatibles con sus concepciones y se cuidan de situarlas en un contexto realmente científico.

Legisladores y funcionarios, preocupados por problemas reales, responden con normas y estrategias nacionales a partir de las evidencias mejor publicitadas y terminan con esquemas intervencionistas e invasivos que, sin mayor coherencia, buscan resolver obesidad, consumo de drogas, abuso de alcohol, promiscuidad sexual, problemas de aprendizaje. Esquemas que nunca son evaluados, sino dejados de lado cuando otras evidencias se ponen de moda.

Mientras tanto, los ciudadanos seguimos empachados de recetas, sobrecargados con normativas y estresados por un marcado sentimiento de incompetencia frente a la vida.

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