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El puente
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Un joven adolescente me habla de la relación con su padre. Es muy mala. Son conscientes de que cuando coinciden en un lugar, la cosa termina mal. Aún cuando no haya gritos e insultos —que se dan buena parte del tiempo—, ambos quedan heridos, desilusionados. A veces dan la impresión de ser miembros despechados de una pareja de enamorados.
Se parecen enormemente. Tienen poca paciencia con la gente, son muy críticos y no pueden dejar de hacer notar a sus interlocutores que son menos inteligentes y vivos que ellos. Los problemas del joven en el colegio tienen poco que ver con rebeldía y más con demostrarle a sus maestros que son brutos.
“Estamos separados por un puente”, me dice el hijo. Le pido que repita lo que dijo. Dado todo lo que sé, hubiera esperado que me dijera “por un muro”. Se ríe. Advierte la inconsistencia de su metáfora. Aunque connota perfectamente la situación.
“Uno puede quejarse de los muros”, le digo. “Quienes están de cada lado temen que el otro los venza, o lamentarse de que ni uno ni otro lo puede hacer. Pero los puentes están hechos para cruzarse. Unen, por lo general, no separan”, afirmo. Pero, muchas veces, quienes se encuentran en los extremos no quieren iniciar el acercamiento. O le tienen miedo —quizá el encuentro derribe el puente o se den cuenta de que no son tan distintos como pensaban— o esperan que el otro sea el primero, privilegiando el orgullo y el resentimiento .
Y así, cada uno confirma lo que sospechaba del otro, perdiendo ambos la oportunidad de cotejarse y encontrarse sin perder lo que los hace diferentes. ¡Pasa demasiado con personas a las que adoramos!
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