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Niños compartidos
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A lo largo del tiempo, las características candidatas a ser lo que nos hace humanos han crecido. Casi todas tienen que ver con la capacidad para compartir e intercambiar ideas, acciones, objetos.
Una especie patéticamente frágil en su constitución física —si en las olimpiadas participaran todas las especies, no sacaríamos una sola medalla de oro— basa su supremacía en interacciones, en una mezcla de cooperación y competencia, en estrategias compartidas para obtener logros.
Si uno observa a nuestros parientes más cercanos, los grandes simios, estos no son muy dados a compartir; la crianza de los pequeños es un asunto solitario entre madre e hijo, hasta una independización tajante.
Nada que ver con lo que ocurre con los grupos humanos, desde los que casi no han tenido contacto con la civilización hasta los organizados en metrópolis. Desde muy temprano los bebés pasan de mano en mano: son compartidos por una serie de personajes fuera de la madre, que los protegen, les enseñan, juegan con ellos, los disciplinan, los integran en ritos y costumbres. Y mantienen vínculos con ellos aunque sean autónomos.
Es posible que al convertirse los bosques en sabanas, los grupos que extendieron el cuidado de las crías más allá de la madre, fueron los que tuvieron mayores ventajas comparativas y que el intercambio de los pequeños diversificó nuestras habilidades de comunicación, incrementó los pliegues y matices de los afectos, llevó a alturas insospechadas la lectura de intenciones y la diversificación de estilos, así como hizo inevitable el uso de sonidos que tenían a la vez significados consensuales y ecos subjetivos.
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