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El lobby de las palabras
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No, no son empleados sino huéspedes internos que atienden a huéspedes externos. No, no es el Departamento de Recursos Humanos sino el de Armonía de la Acción Colectiva.
El fetichismo de la palabra lo invade todo. Queremos que lo que hacemos y somos se refleje exactamente en los términos que utilizamos. Que suenen bonito. Por ejemplo: Sherpa de la innovación, Evangelista de la Moda, Profeta Digital o Inmaginiero. Hay que dejar de lado significados que pueden aguar la fiesta: dependencia, subordinación, aburrimiento, debilidad, limitación y carencia.
Las palabras que usamos al referirnos a otros deben haber demostrado que no van a incomodar a nadie, que están limpias de lastres discriminatorios, que son neutras, romas e inofensivas; o que pueden formar parte del libreto para un coro de barristas que alienta a nuestros semejantes permanentemente.
Pero las palabras nunca están completamente vacías, ni tampoco las podemos llenar como nos venga en gana. Viven, se transforman y agitan. No toman en cuenta nuestros ridículos intentos —los ha habido, muchos, y siempre han terminado mal— por domesticarlas y decretar la realidad a nuestro antojo a través de ellas.
Porque, al final, no importan nuestras intenciones —a veces encomiables—, se les pegan sentidos inesperados, subversivos, que nos regresan a la realidad que creímos haber superado. Los neologismos existen, por cierto, y los ecos de las palabras se transforman, pero creer que hay que hacer un lobby permanente alrededor de ellas, de todas ellas, es perder energías y tiempo. Además, —recuerden a Orwell y otras distopías— las burocracias de la palabra terminan en los ministerios de la verdad.
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