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Agitación y parálisis
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16:30: salida de una playa situada a 42 kilómetros al sur. Llegada: 20:30. Mientras aún había luz —el ocaso llegó con la autopista—, miraba a un niño de 10 años con quien viajaba en el asiento de atrás. ¿Qué estaba aprendiendo de la experiencia? En mayor o menor grado, la vivimos todos cuando transitamos por vías donde circulan en ambos sentidos suficientes vehículos como para contraponer deseos, prioridades, intereses y agendas.
Todos se esfuerzan en ganarle la mano al prójimo: ser el vivo que convierte a su semejante en estúpido. Las normas son referenciales y solo las leyes de la física —berma, muro— o la presencia maciza de sus señales —semáforo— limitan las maniobras de los choferes. Los encargados de hacer valer la regla reparten su tiempo entre resolver algunos nudos, mover las manos en el sentido que debería ir el tráfico o hacer de valet parking para algunos negocios de comida.
Los vivos razonables luchan por no ser todo el tiempo estúpidos, y los achorados por ser artistas en el uso de todo espacio como pista. Pero cada cierto trecho, unos y otros se encuentran en una intersección, en un estrechamiento inescapable y todos se embotellan y pierden lo que la ley y su transgresión parecía asegurarles.
Domingo en la tarde, fin de feriados, no son, en casi ninguna latitud, escenarios tranquilos para regresar a la realidad cotidiana. Pero en el Perú, por poco que se complique la cosa —la hora, obras hechas a destiempo— se convierten en una metáfora del país: todos sus individuos se agitan, algunos avanzan, pero el conjunto no se mueve.
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