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Emoción sin matices
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Hay una serie de estados emocionales que admiten grados o, mejor dicho, pueden detener su intensidad en alguno de los puntos que van de más a menos. Más o menos triste, más o menos alegre, más o menos culposo, todo eso tiene sentido.
No es así con la ira. Hablar de estar más o menos rabioso es una contradicción en los términos. La ira moderada no existe. Muchas veces, ante situaciones aparentemente menudas, estalla y no puede ser regulada en función de lo que va ocurriendo en la realidad. Cuando somos presa de la ira, padecemos una locura pasajera.
Contrariamente a la indignación, la pena y la frustración, que reorientan la conducta —también la muchas veces necesaria agresividad— y la pueden hacer más eficaz, la ira, como lo saben los luchadores de todo tipo, desde políticos hasta samurais, pasando por futbolistas, empresarios y soldados, casi siempre conduce al fracaso. El odio puede ser útil, la rabia no.
Por eso es tan importante conocer y reconocer la ira. Y hacerlo desde temprano, en la casa y la escuela, no es una mala idea. ¿Qué tiende a dispararla, cómo evitar las circunstancias en las que se desencadena, cuáles son las señales en nuestro organismo que la anuncian, cómo ingresar en estados físicos y psicológicos que la neutralizan?
Hay prácticas que ayudan en ese sentido: aprender a suspender y retardar algunas respuestas, meditar, dormir bien, usar el sentido del humor, evitar enfrentamientos en condiciones como cansancio, hambre, luego de esfuerzos importantes que han consumido nuestra fuerza de voluntad, por ejemplo.
Sin convertirse en beatos o faquires, padres y maestros, podemos, con nuestro ejemplo y algo de práctica, ayudar a los chicos a administrar la rabia. Lo anterior también vale en la vida laboral.
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