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Mi hipótesis es que quien no logre desmarcarse de los códigos, el floro y el legado de la política que predominó en el país durante la era pre-COVID no tendrá oportunidad en las elecciones. Menos con lo ocurrido recientemente en Chile, donde la mayoría electoral se llevó de encuentro al poder económico, técnico y político, demostrando que este no podrá ser monopolizado eternamente por la misma gente.
Lava Jato, primero, y el COVID, después, han sido un quiebre para el país que ha relegado a casi toda la clase política que gobernó durante los últimos 30 años. La aprobación de Vizcarra es el mejor ejemplo de eso: que siga flotando sobre el 50% está estrechamente ligado a lo que él simboliza en contraste a lo que representa su oposición más feroz. A pesar de las denuncias en su contra y dificultades de gobierno, ha terminado viéndose como una alternativa a las caras y formas de siempre.
Quienes fueron derrotados electoral y políticamente en el referéndum de 2018 y la elección de 2020 no la ven, pero Vizcarra existe gracias a la insistencia de esa vieja clase política. Su desesperación por mantenerse vigentes a través de pedidos de vacancia grotescos, complots evidentes y voceros ridículos solo hace más patente su derrota y desconexión con un país que tiene cosas mucho más importantes y urgentes de las que ocuparse.
Han convertido la cantaleta de que vivimos en una dictadura en su himno personal, incapaces de darse cuenta de que nadie los está escuchando. Están tan ensimismados que parecen creer que esos comunicados que publican una vez a la semana en que plantean un gabinete de “consenso”, y que nadie lee, equivalen a alguna forma de participación política efectiva por fuera de su burbuja. ¿Cuántas veces habrán propuesto a Ántero Flores-Aráoz como ministro?
Si algo bueno ha dejado el 2020, es que se ha creado un vacío de poder que difícilmente alguien de ese pasado podrá ocupar.
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