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La ley del encubrimiento

“Queda claro que los legisladores de este Congreso jamás podrán fiscalizar las actividades de sus colegas, ni siquiera aquellas que violen la ley. Lo han demostrado una y otra vez”.

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El descarado blindaje de la congresista ‘mochasueldos’ Magaly Ruiz en la Comisión de Ética se veía venir. El último viernes se había hecho exactamente lo mismo con Heidy Juárez: reducir la sanción a una simple amonestación, como si el grotesco ilícito en que incurrieron hubiese sido un simple accidente de trabajo. Verdaderamente una vergüenza.
Una burla feroz para aquellos trabajadores que denunciaron el recorte sistemático de sus sueldos, así como la exigencia de realizar “donaciones” para beneficiar a sus empleadores en el hemiciclo, esos mal llamados padres de la patria. La consumación del abuso.
Queda claro que los legisladores de este Congreso jamás podrán fiscalizar las actividades de sus colegas, ni siquiera aquellas que violen la ley. Lo han demostrado una y otra vez. Y ahora, además, pretenden extender este manto de impunidad a los presuntos actos delictivos que cometen en el manejo administrativo de los recursos, al aprobar una ley que les permite designar a dedo a su propio procurador. Jugarreta que ha merecido ayer una digna respuesta de la Procuraduría General del Estado, que presentó una demanda de amparo contra semejante aberración jurídica, cuyos beneficios se extienden al Poder Judicial y a otros organismos autónomos.
No es la primera vez que se realiza un blindaje de esta naturaleza en el actual Parlamento, cuyos representantes son completamente ajenos a los dramas sociales que vive el país y al estupor que sus inconductas causan en la opinión pública. Cinismo y prepotencia propios de las republiquetas bananeras con las que tantos novelistas latinoamericanos se regodearon en la segunda mitad del siglo XX y que parecían ya extinguidas de nuestra región.
Y aunque sin los entorchados, bombines o charreteras que completarían esta nefasta caricatura, nuestros legisladores parecen decididos a socavar la legitimidad de la democracia peruana exhibiéndose como una entidad corrupta e inútil, obsesionada solo con lograr privilegios y defender intereses particulares, por muy ilegales que sean.
Más que de “blindajes” –a estas alturas suena casi a un eufemismo blandengue– estamos hablando de actos de encubrimiento que, sin embargo, no logran ocultar las graves faltas cometidas ante la ciudadanía. Una sórdida práctica en la que estos representantes reinciden sin el menor rubor.