Foto: Alessandro Currarino/ El Comercio
Foto: Alessandro Currarino/ El Comercio

Demasiados legisladores creen haberse ganado un sitio en el panteón de los imprescindibles por el solo hecho de haber sido electos. Imaginan que ya cumplieron con la platea si dan un par de entrevistas en TV, se portan como gallitos con el rival del momento y rellenan sus intervenciones con palabras ostentosas. Han olvidado que ser congresista es chamba, no pura pose.

Miremos el caso del congresista Urresti. Dice que en la votación del último pleno fue sorprendido y que su propuesta de reforma constitucional sobre inmunidad fue desnaturalizada. La verdad es que no se detuvo a leer lo que estaba aprobando y, si lo hizo, no entendió nada. Lo mismo con varios de sus colegas que, entre el atolondramiento y falta de preparación, no tienen conciencia de lo que hacen. Hasta el artífice del atentado constitucional, Omar Chehade, ahora se hace el confundido y dice que fue un “malentendido”. Que no nos sorprendan. Ellos mismos votaron contra la cuestión previa presentada por Francisco Sagasti que buscaba detener la aberración constitucional que estaba en marcha. Se equivocaron porque no se detuvieron a intentar hacer su trabajo.

Parte del problema es que los legisladores casi no representan a nadie. Pocos les sigan los pasos, así que no rinden cuentas y, salvo casos rochosos, sus ineptitudes suelen pasar desapercibidas, creando un clima de absoluta indolencia legislativa. Hoy, por ejemplo, verán 5 proyectos de ley. Los 5 son declarativos y 3 no tienen dictamen.

Esto no va a cambiar si no modificamos la forma en que los congresistas son electos: tenemos que ir más allá de la eliminación del voto preferencial. Necesitamos circunscripciones electorales más pequeñas, así los electores sabrán bien a quién fiscalizar y el legislador no podrá evitar rendir cuentas. Sin esos cambios estructurales, el próximo Congreso será igual de problemático que el anterior y tan triste como el actual.

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