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Ciudadanos contradictorios
Estuve en la clausura de la escuela de fútbol de mi hijo.
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Sandro Venturo Schultz,Sumas y restasSociólogo y comunicador
Estuve en la clausura de la escuela de fútbol de mi hijo. El profesor explicó que los chicos no vienen sólo a dominar la pelota, que allí les enseñan el valor de la puntualidad, el trabajo en equipo, las reglas del juego, la celebración del gol del compañero, entre otras claves imprescindibles para la vida. Mientras el profe presentaba sus cartas pedagógicas, un papá se metió entre los chicos a pedirle a su hijo que se quite el gorro para tomarle la foto, rompiendo así la armonía de la formación. Y en vista de que uno lo hizo, el resto de padres se sintió autorizado a hacer lo mismo. Al final, el discurso terminó opacado por el desorden y, con el tumulto, nadie pudo tomar la foto bonita, la del recuerdo. Todos perdimos.
Al salir de la escuela pensaba en lo recurrente que es esta escena entre nosotros, los peruanos de carne y hueso, sin distinción de clases ni ideologías. Pensaba, por ejemplo, en los vecinos del edificio que se apropian del espacio común, contraviniendo los mismos estatutos que usan para reclamar por otros asuntos; o en aquellos que se quejan inmediatamente del alcalde sin haber leído el boletín municipal que lanzan al basurero porque les parece aburrido. Pensaba en quienes le reclaman al Estado mayores beneficios y evitan pagar impuestos, sean funcionarios públicos, profesionales independientes o empresarios de éxito.
Pensaba en el presidente que desprecia las críticas que le hace el ex-presidente, las mismas que él enarboló cuando estuvo en la oposición. Pensaba también en los izquierdistas que descalifican al fujimorismo y defienden cerradamente a su mellizo latinoamericano, el chavismo. Pensaba en nuestra propensión a divulgar denuncias sin habernos informado suficientemente, mientras nos quejamos de la mala onda que nos rodea. En fin, pensaba en todos los que conducimos en estas caóticas calles, lamentándonos por lo mal que manejan todos los demás y, acto seguido, justificamos nuestras "excepciones".
Existen varias hipótesis acerca del origen de esta patología cívica: el sistema educativo reproduce sobrevivientes, las instituciones no tienen capacidad coercitiva y las autoridades tampoco, la informalidad nos acostumbró a crecer por fuera del Estado, etc. Todas válidas, ciertamente. Pero hay un factor crucial pocas veces mencionado: tenemos una incapacidad crónica para universalizar las reglas que demandamos. Las normas no son normas sino recursos retóricos que usamos para hacer valer nuestros objetivos parciales e inmediatos.
Nuestro subdesarrollo cívico se reproduce cotidianamente en el hogar y en el barrio, en la escuela y el centro laboral, no sólo en el deplorable Congreso. Alcanza a todos, a los defensores del sistema y a sus detractores. Aprendemos, desde chiquitos, que para avanzar hay que agarrar la pelota de fútbol con las manos, fuerte, denunciando el cabe que viene, metiéndolo primero.
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