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Choque y fuga

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Silvio, mi esposo, el amor de mi vida, veinte años mi menor, mi potrillo insaciable, mi jinete incansable, me dice que ya estoy muy tía para manejar, que me quedo dormida manejando con la boca abierta, babeando, que cuando fuimos a Disney manejando era un bochorno cómo me quedaba dormida y él tenía que sujetar el timón para que no terminásemos dando vueltas de campana al pie de la carretera.

Yo creo que Silvio exagera en eso y en todo. No estoy dispuesta a dejar de manejar solo porque vivo tomando pastillas y me vienen lagunas de sueño intermitentes y me quedo dormida esperando en un semáforo y me despierto cuando un energúmeno me toca la bocina como si estuviéramos en Lima, donde los choferes se creen más machos tocando el claxon como salvajes. Yo le digo Silvio, no exageres, yo manejo rápido, manejo pepeada, manejo dormida, pero nunca choco, mi amor, nunca en mi vida he chocado feo. Y es verdad, no miento, estoy por cumplir cincuenta años y manejo desde que tenía quince y era una chiquilla en Lima y nunca he tenido un choque aparatoso con daños que lamentar.

Silvio me dice que soy una mitómana, una fabuladora, que choco todas las semanas, que mi camioneta y la suya están abolladas en todas las esquinas. Y sí, puede ser verdad, pero no son choques, son raspones, arañazos, topetazos, apenas unas marcas de pintura y una mínima hendidura en la lata que no vale la pena siquiera llevar la camioneta a que la planchen en el taller. Eso no es chocar, eso es abrirse paso a golpes en los parqueos diminutos de esta ciudad, eso es hacerse respetar, de vez en cuando me raspo un carro o un árbol o un poste de luz pero no le hago daño a nadie, no atropello a nadie, nunca he causado lesiones ni daños a terceros y sí me he causado algunas lesiones cerebrales por toda la coca que jalé cuando era jovencita en Lima y vivía dura, tiesa, pero nunca me he machucado en un choque y toco madera.

Yo no dejo que Silvio me maneje porque me enerva verlo manejar tan despacito, tan remolón, respetando los límites de velocidad, manejando como una vieja impávida. Me impacienta, me calienta la sangre, me subleva. Por eso yo manejo cuando salimos o cuando él está durmiendo y me da un antojo maluco y tengo que salir a tientas, en pijama, y manejo al grifo y me empujo tres helados a escondidas de él, y después cuando me dice que estoy gorda, chancha, que parezco una foca de estanque, le digo ay, amor, no sé, qué será, estoy a dieta, debe de ser el agua de esta ciudad que me engorda, porque por amor a ti he dejado los helados.

Qué suerte tengo de haber encontrado el amor a mi edad ya de veterana y con un pipiolo tan churro como mi Silvio, porque con mi primer marido, Sandro, sufrí mucho porque era borrachoso y vivía en resaca perpetua y no sabía montarme como era de ley y creo que tiraba un poco para la mariconada, y con mi segundo marido, un peluquero argentino, Osvaldo, al que conocí en el sauna del Ritz, donde él era masajista, no pude ser feliz porque no me quería, solo quería mi plata y cuando le presté para que pusiera su peluquería en Miami Beach nunca me pagó y se portó como un patán, un sátrapa, menudo cachafaz, argentino de una villa miseria tenía que ser esa lombriz babosa que para colmo de males era corto, cortina, manisero, tenía un colgajo chicuelo que parecía un pistacho y dos huevitos que parecían higos secos, y después dicen que los argentinos son aventajados, ¡andá!

He cumplido veinte años viviendo en Miami, trabajando como locutora de radios en español, dando las noticias en el canal 22, ya soy gringa, ciudadana, con pasaporte azul, aunque no hablo una palabra de inglés, cuando llegué hablaba un poquito pero ya me olvidé, y de Miami no me mueven ni con grúa, a Lima no regreso porque es una ciudad gobernada por cachacos brutos y orejones y por curas brutos y ojerosos, acá me quedo feliz, reconocida como locutora, con una casita que todavía no le he pagado al banco que me la financió hace quince años, pero cuál es el apuro, yo encuentro siempre un abogado astuto que me refinancia la deuda y así gano tiempo y me ahorro el capital y pago a las justas el interés. Y si algo tengo que agradecerle a esta ciudad bendita, además del clima, porque siempre estamos en verano y como de vacaciones, es que he tenido todos los carros que me ha dado la gana, y cada dos años cambio de carro y nunca los choco y cuando cumplen treinta mil millas, los cambio y saco unos nuevecitos, de estreno, y me embriago con el olorcito bienhechor a cuero fino que despiden los carros recién salidos del concesionario.

En Lima jamás hubiera podido tener todos los carros tan lindos que he manejado acá. Cuando llegué el año 90 tras la derrota de Vargas Llosa, me compré un Honda Accord, después tuve mi fase de señora apitucada, sifrina, pijaparte, fresa, y tuve dos Cherokees, una para mí y otra para mi Sandro, que en paz descanse, pues falleció en accidente de tránsito, alicorado, en un canal de Hialeah, en pleno río Okeechobee, y nunca se supo si fue accidente o suicidio y si murió ahogado o lo mordió un caimán en el estanque, cómo empinaba la botella mi Sandro. A su muerte, me compré un BMW serie 7 carísimo, muy de señora, y una camioneta Lexus con la que iba manejando a Cayo Hueso a pasar unos fines de semana de masiva intoxicación alcohólica, no sé cómo no terminé clavada con la Lexus en el mar, siempre he sido muy cuidadosa para manejar, manejo rápido pero con reflejos felinos, de pantera, y creo que por haber aprendido a manejar en Lima, que es el caos, soy una campeona y no un cañamonse como era mi Sandro, que Dios tenga en su gloria y no le alcance una botella de pisco, que es capaz de terminar echándole un buitre en el mero cielo.

Fui muy feliz con un Jaguar azulino, muy fino, muy de señora en el exilio, descendiente de británicos de pura cepa, borrachos todos, tacaños todos, pero ya superé mi fase Jaguar y quién lo diría, ahora que estoy tía y debería manejar una nave, un avión, un Lamborghini como el de mi vecino Lolo Sousa o un Audi A8 como el de mis vecinos venezolanos que hicieron cien millones de dólares recibiendo dólares subsidiados a seis cuando en la calle estaba en ochenta, tremendos pillos, y sin embargo, pudiendo tener el auto que me dé la regalada gana, y sin temor a que me secuestren como en Lima, me he vuelto ecológica y manejo un Honda Fit y un Toyota Prius, ambos híbridos, chiquitos, no contaminantes y baratísimos de mantener, con veinte dólares les llenas el tanque y te duran dos semanas, claro que igual mucho no salgo de la isla, porque acá tengo todo a la mano y solo salgo para ir a la radio y al canal 22.

Ahora cuando viene mi mami para mi fiesta de los cincuenta le presto el Fit y yo manejo el Prius y somos felices las dos. Y mi camioneta Audi se la presto a mi hermano Mike, que es un galán y viene de Lima con un guardaespaldas guapísimo, tanto que si Silvio se descuida se la voy a comer doblada en el asiento de atrás de mi camioneta, que sí, está un poco abollada, un poco raspada, pero son choques menores, choquecitos ridículos, no como la bestia de mi finado Sandro, que terminó metido en el río Okeechobee por manejar mamado y tener el coeficiente intelectual de un sapo.

Mi mami me ha preguntado qué quiero que me regale por mis cincuenta años y le he dicho bromeando un Bentley negro, cuatro puertas, mami, y ella me ha jurado que llegando vamos a The Collection y me lo compra, ¿será? Si me lo regala, lo acepto, lloro con ataques de hipo, lo manejo medio año y luego lo vendo y con esa plata me escapo a Paracas una semana con el guardaespaldas tan regio y apetitoso de mi hermano Mike y luego me voy con Silvio tres meses a la Toscana a que me chanque con luces bajas y ahítos de buen vino.