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Casi de un día para otro, comparar nuestra curva de contagios, el factor r y el número de muertes por el virus se convirtió en deporte nacional. No es para menos. Contrastar es útil para darle perspectiva y dimensión a la tragedia. Además, contextualiza nuestra situación en la crisis global. Pero hay comparaciones forzadas que no ayudan, sobre todo si se hacen con quienes son tan distintos a nosotros. Así, equipararnos con Uruguay, donde han enfrentado la crisis con mucho mejores resultados, es un ejercicio que solo puede traer un desánimo innecesario.
Uruguay es el país con la menor tasa de informalidad y la menor desigualdad de Latinoamérica. Es culturalmente muy homogéneo, tiene una sólida clase media y su nivel de institucionalidad es infinitamente superior al nuestro. Además, es un país pequeño. Tiene tres veces más vacas que personas. Su población no llega ni a los 4 millones de habitantes, lo que equivale a menos de la mitad de Lima. Como imaginarán, allá no hay mercados como Huamantanga, Tahuantinsuyo o Caquetá, que son inevitables focos de infección.
Otra comparación descabellada es la que se realiza con países asiáticos como Japón, Corea del Sur, Taiwán y Vietnam. En este último no tienen ni un muerto registrado, a pesar de ser casi 100 millones, del hacinamiento de sus ciudades y de su pobreza extendida.
Pero Vietnam está muy lejos de ser Perú. Es una sociedad que se ha forjado a través de la guerra, el racionamiento, la disciplina y la verticalidad. Es el país que ha estado involucrado en más guerras durante la segunda mitad del siglo pasado y ganó todas, incluidas las que implicaron a Francia, China y Estados Unidos. Además, tiene uno de los gobiernos más autoritarios en funciones. Su sistema es de un solo partido y la oposición casi no existe, así que cuando el gobierno ordenó cerrar todo, literalmente todo se cerró.
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