Recorro los pasillos de las plazas de toros de Acho y veo sonrisas y señales de agradecimientos entre las personas que han llegado de la calle, a quienes se les conoce como ‘los albergados’. De pronto se me acerca uno de ellos y me dice: “Aquí estoy feliz, he dormido como no dormía hace más de seis años, pero le confieso, señor Muñoz, que ayer tuve que bajarme de la cama para dormir sobre el piso pues ya me había desacostumbrado a dormir sobre un colchón”.

Otro de los albergados me confiesa su temor y me pregunta: ¿Qué va a pasar con nosotros cuando el virus desaparezca? Aquí tengo comida y cariño.

Lejos de estos hechos narrados, recuerdo la noche del 7 de octubre de 2018, día en que fui elegido alcalde metropolitano de Lima, cuando expresé que mi mandato tendría dos hitos centrales: los Juegos Panamericanos y el Bicentenario Patrio. Ambas celebraciones, y lo que ellas implicaban para la gente, me hacían mucha ilusión.

Nunca, ni en el escenario más pesimista, pensé que entre aquellos dos hitos sufriríamos algo tan terrible como esta pandemia del coronavirus con consecuencias dramáticas para todo el mundo; un hecho sin precedentes que, al día de hoy, es imposible predecir cuándo terminará.

Pero así es la vida. Aunque por lo general no nos damos cuenta, esta tiene una dinámica donde la provisionalidad obliga al ser humano a estar siempre atento y vigilante de lo que pasa a su alrededor. Esta obligación es mucho mayor para sus autoridades.

Así, las últimas tres semanas de nuestra historia como ciudad, y de nuestras vidas como personas, han transcurrido en medio de una incertidumbre inédita. Ello nos ha obligado a avanzar por un camino sinuoso donde a cada acción siguen efectos y reacciones que han mostrado de qué están hechas las personas y su manera particular de ver el mundo que los rodea.

Algunas, la mayoría, han desplegado sin cálculo su solidaridad, pero otras, una pequeña minoría, de manera lamentable, la más penosa mezquindad.

En medio de eso varias preguntas buscaban respuesta en mí. ¿Qué estaría pasando con los invisibles de la ciudad, aquellos a los que es preferible no ver? ¿Dónde se cobijarían contra el virus que a todos nos tenía bien guardados en nuestros hogares? Esos que, precisamente, son quienes sufren primero que nadie cualquier decisión que se tome sobre las calles. ¿Dónde comerían si los comedores populares también debían cerrar?

Muchas preguntas, muchas dudas y una gran inquietud. Una llamada, al día siguiente, comenzó a traer las respuestas. Era el presidente de la Beneficencia, Guillermo Ackermann, quien me dijo: “Tengo una idea que te va a gustar”. Y me la soltó: “Podemos usar Acho para acoger a nuestra gente de la calle”. “¿Cuándo comenzamos?”, le respondí. Y así, silenciosamente, se comenzó a trabajar. Dos días después, en un programa periodístico dominical, lancé la noticia al ver que durante el toque de queda había personas que deambulaban sin protección, sin comida ni orientación, sin cobijo ni cariño.

Con el esfuerzo y el compromiso de un equipo de gente, el martes 31 de marzo, Acho vio la luz y se convirtió en “La Casa de Todos”, albergando a esos invisibles de la ciudad que allí son tratados con dignidad.

Mientras recorría Acho entré por el callejón por donde salen los toreros y re- paré en una banderola colocada duran- te la última corrida de abono que dice: “Que Dios reparta suerte”. Hoy podemos decir “Que Dios bendiga a todo el que cruce por este umbral porque Acho es la casa de todos”.