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Sandro Venturo Schultz,Sumas y restasSociólogo y comunicador

" "No hay futuro" fue el eslogan que los jóvenes enarbolaron en los ochenta mientras todos marchábamos hacia el precipicio. Esa fue toda una promoción entrenada para resistir al desaliento. Fueron miles los ciudadanos que huyeron del país para comenzar de nuevo, mientras otros tantos se quedaron tomando las calles, reinventando mil oficios, prolongando la sobrevivencia día tras día hasta que acabara esa indeseable, e interminable, noche. También hubo quienes fantasearon que el terrorismo acortaría el sufrimiento de las masas y quienes, desde la orilla opuesta, pensábamos que el voluntarismo populista era suficiente para salir de aquella depresión colectiva. Esa década significó una antología de fracasos colectivos.

"¡Sí se puede!" fue el eslogan que prendió una vez que el Cienciano ganó la Copa Sudamericana de fútbol en el 2003. Después de la caída del fujimorismo y con el ánimo democrático al tope, el espíritu nacional ya era otro: la procuraduría anticorrupción avanzaba implacable, la economía apuntaba a duplicar el producto bruto interno y la lista de peruanos que brillaban en el mundo aumentaba progresivamente. "¡Sí se puede!" representaba un nuevo sentido común en un país donde había más gente esperando gestionar un negocio propio en vez de vivir como empleado o dependiente. Y en el segundo tiempo de esa década los goles continuaron con la explosión simbólica de la gastronomía peruana, el éxito democratizador de Mi Vivienda y –no todo es bueno en este proceso– el reemplazo de las plazas de armas por los centros comerciales. Todo se sentía inédito.

Así es como hemos llegado a mediados de la segunda década del siglo 21 y el Perú de hoy es el Perú insospechado por los chicos de los ochenta. Sin embargo, sabemos que estamos lejos del país amable para todos. Las personas que han labrado su propio éxito están trabajando para consolidarse, pues la precariedad persiste. Y los ciudadanos más pobres, esos que reclaman con justicia su integración a los círculos virtuosos del mundo urbano, no están dispuestos a esperar más. Presionan. Negocian. Afirman sus derechos. Está claro que queremos ir por más. Y dado que todavía persisten esas deudas históricas que nos separan, tenemos la obligación de no detenernos. "¡Vamos por más!" podría ser la frase actual, la que represente a ese espíritu de progreso que nos distingue en América Latina (encuesta mundial GFK, 2012). Pero dicha expectativa de progreso tiene un gran pasivo: estamos tan preocupados por nuestras familias, que no vemos, ni queremos ver, cómo peligra la nave en la que vamos irremediablemente todos juntos. Y el barco tambalea ahora que la desaceleración económica es una realidad, que nuestra informalidad sigue boicoteando nuestras metas, que la ausencia de liderazgo del gobierno provoca más apatía ciudadana, que la crisis del sistema político multiplica nuestra desconfianza en el bien común.

Para ir por más necesitamos generar una verdadera transformación: del individuo laborioso y ensimismado, al individuo laborioso y ciudadano.