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Pequeñas f(r)icciones: “Una pinche entrevista”

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Fecha Actualización
“Ya no podía distinguir si yo temblaba por el zarandeo incontenible del avión o simplemente por puro y elemental miedo, y no ante el posible desenlace mortal, sino, peor, ante la perspectiva de incumplir mi misión: entrevistar a Manuel López Obrador”.
“Señores pasajeros, hemos aterrizado en el aeropuerto internacional de la ciudad de México”, dijo el capitán, todavía con la voz temblorosa. Y es que durante la última media hora de vuelo, el avión había sido acribillado por turbulencias tan fuertes que ya no podía distinguir si yo temblaba por el zarandeo incontenible del avión o simplemente por puro y elemental miedo, y no ante el posible desenlace mortal, sino, peor, ante la perspectiva de incumplir mi misión: entrevistar a Manuel López Obrador.
Apenas pasé por la aduana, un hombre alto, vestido de terno oscuro, se acercó a mí.
-¿Tú eres el pinche peruano que viene a ver al presidente?, me preguntó, desde la cumbre de su elevada humanidad.
Yo, mucho más cerca del nivel del mar que él, y medio mareado por su altura y por la de la ciudad, estuve a punto de decirle que sí, que yo era ese pinche peruano que venía a ver a su presidente, pero entonces comprendí, con toda claridad, la pinche carga negativa de esa expresión y me guardé el sí, y también el no, en suma, me guardé todo y no le dije nada, aunque la verdad es que pude —y debí— decirle mucho, por ejemplo y para empezar, que no me trate de pinche peruano, primero porque los peruanos no somos pinches —algunos son chupes, pero ese es otro tema— y segundo porque, contrario a lo que su presidente cree, respetos guardan respetos, ¿sí o no, pinche enternado?
-Yo soy el encargado de llevarlo al hotel —continuó hablando—. Luego también lo llevaré a la casa de gobierno en el momento oportuno.
Llegamos al hotel. Vio cómo me registraba y solo me volvió a hablar cuando entré al ascensor rumbo a mi habitación.
-En algún momento del día, lo voy a llamar. Quédese atento que el presidente es un hombre muy ocupado —me dijo.
Para hacer la espera menos tortuosa, me eché en la cama y continué con la novela policial que estaba leyendo. Una hora después, sonó el teléfono. Solo unos pocos minutos después, ya estábamos en la plaza del Zócalo, donde se ubica el Palacio Nacional.
Ingresamos, atravesamos una serie de patios internos y llegamos hasta una inmensa oficina. Ahí me senté a esperar. El pinche enternado se sentó a mi lado y me dio algunos consejos, digamos, amables sugerencias.
-El presidente es un hombre muy ocupado —me volvió a repetir con tanto énfasis que yo ya empecé a dudar que sea cierto—. La entrevista se puede terminar en cualquier momento, incluso antes de que comience, ¿me entiendes?
Y entonces, llegó el momento esperado. Una señorita, a la que estoy seguro de haber visto en alguna novela de Televisa —no es que yo vea novelas…bueno, no tantas—, me hizo pasar al despacho presidencial. Ahí estaba, por fin, frente a mí, López Obrador, el presidente de México, el hombre que ha hecho de la intransigencia la manera oficial de relacionarse con el Perú. Entonces, se acercó a mí, me extendió la mano y le correspondí el saludo. Me invitó a sentarme y él hizo lo propio en un sillón que descansaba junto a su enorme escritorio.
-¿Sabes por qué te he concedido la entrevista? Porque eres el único peruano que me la ha pedido. ¿Puedes creer eso?
Yo la verdad no podía creerme eso, pero recordé lo breve que puede ser la entrevista, así que le seguí la corriente. Hay que saber elegir las batallas.
-¿En serio? —le dije—. Probablemente daban por sentado que usted no las daría.
-Que yo no reconozca a tu gobierno, no quiere decir que no reconozca a la prensa de tu país —me dijo y la verdad es que, viniendo de él, me pareció extrañamente sensato. Pero, claro, una golondrina no hace verano. Era una golondrina, ¿no?
-¿Por qué insiste en decirle usurpadora a la presidenta Boluarte?
-Porque es una dama y no quiero decir cosas peores.
-Todo esto parte del golpe que perpetró Castillo. ¿Usted sigue viéndolo como una víctima?
-El golpe se lo dieron al presidente Castillo. Nunca pudieron soportar que un maestro humilde y honesto haya llegado al gobierno.
-Pero, señor López Obrador. En plena era de la globalización, donde la información circula por todos lados, ¿acaso desconoce los serios indicios de corrupción de Castillo?
-Toda esa imagen de corrupción ha sido creada por la prensa.
-¿No me acaba de decir que reconoce a la prensa de mi país?
-Claro, la reconozco como vendida, como parte de esta persecución contra Castillo.
-¿Y de qué acusa a la presidenta Boluarte?
-No la acuso de nada, solo le digo que ella no es la presidenta del Perú.
-¿Y quién decide quién ejerce la presidencia del Perú? ¿Usted? ¿Un extranjero?
Por primera vez, López Obrador me miró con detenimiento, hasta diría yo con curiosidad, como si hubiera comprendido que era más que un pinche peruano que enciende y apaga una grabadora. Me miró, en resumen, sin ese aire condescendiente que suelen tener las personas que ostentan el poder.
-Yo no les voy a decir a ustedes cómo vivir, ni qué hacer, pero si me haces una pregunta, yo te respondo. ¿No se supone que has venido para eso?
-Entonces le pregunto. ¿Por qué no le entrega la presidencia de la Alianza del Pacífico a nuestro país?
-El problema no es el país, sino quien lo gobierna. Yo no le voy a entregar la presidencia a una usurpadora.
-Pero usted no es el dueño de esa alianza. ¿Por qué se toma atribuciones que no le corresponden?
López Obrador me miró con evidente molestia. Luego, llevó su vista hacia el reloj que estaba colgado en la pared. Yo aproveché su silencio y le lancé otra pregunta.
-¿No debería preocuparse más por los problemas que tiene aquí antes de inmiscuirse en asuntos de otros países?
El presidente de México, el primer pinche de esta nación, se puso de pie y cogió el teléfono que estaba sobre el escritorio. Murmuró algo que no le entendí y luego se volvió hacia mí.
-Perdona, pero la entrevista se acabó —me dijo.
-¿Por qué? ¿Solo porque no le gustan las preguntas? ¿Qué clase de político es usted?
López Obrador movió su brazo para mostrarme la salida de su oficina y, de paso, para mostrarme qué clase de político era. Yo, en respuesta, iba a mover un dedo en particular para mostrarle mi sentir, pero me contuve. En eso la puerta se abrió e ingresaron cuatro personas, una de ellas era el pinche enternado. Sin mediar palabra, me sacaron de la oficina y, pocos segundos después, ya estaba afuera del Palacio Nacional, sentado, aplastado, desconcertado, en el centro del enorme Zócalo de la ciudad de México.
De regreso al hotel, me quedé pensando en lo que acababa de pasar. ¿Debí ser más tolerante? ¿No era que uno debe elegir sus batallas? ¿Y ahora qué hago con esta minientrevista? ¿Cómo la voy a presentar? De pronto, supe lo que tenía que hacer. La única manera de que se publique una entrevista tan pequeña era contando todo lo que había pasado. Entonces, encendí la laptop, abrí el Word y, luego de pensar cómo empezaría el texto, escribí: “Señores pasajeros, hemos aterrizado en el aeropuerto internacional de la ciudad de México”, dijo el capitán, todavía con la voz temblorosa.
El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!
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