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Mi patria por un pasaporte

"El que menos ya ha rebuscado en el cajón genealógico familiar algún vestigio foráneo que pudiera facilitar el bálsamo de una nacionalidad alternativa”. 

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(MIDJOURNEY/PERÚ21)
Fecha Actualización

En mi época, cuando eras joven, soñabas con manejar una bicicleta con cambios. Anhelabas más días feriados para dedicarlos a mirar el techo, el dulce hacer nada con patada en el foco. Fantaseabas en ir al cine con la chica que te gustaba a ver si magnéticamente los dedos se rozaban solos en la oscuridad. Ahora con lo que sueñas si eres joven, y no tanto, es en conseguir un pasaporte extranjero. El salvoconducto mágico para sortear el impredecible futuro peruano.

El que menos ya ha rebuscado en el cajón genealógico familiar algún vestigio foráneo que pudiera facilitar el bálsamo de una nacionalidad alternativa. Ese primo del tío del abuelo que jamás imaginó que años después su nombre fungiría de escape de emergencia andino.

Desde esa condición de foráneo impostado, la meta es vivir bajo el sólido bienestar ajeno – educación, salud, seguridad—, calidad de vida real que aquí se interpreta bajo las formas bastardas del privilegio y la mano de obra barata. Irse no impide seguir comulgando con cebiches y ajíes sagrados mientras se recita el “Contigo Perú” como un padre nuestro. Ese es el exilio documental que protege de nuestra proclividad por el disparate electoral, el cogotero con corbata camuflado de servidor público y la metida de auto como gesto de hostilidad genética local. Básicamente, que no te metan un balazo por quitarte el celular. Que hagan lo que quieran, que pase lo que tenga que pasar, que voten como les dé la gana. Ya no estaré aquí.

En tiempos previos al triunfo de Pedro Castillo (o de Humala, da igual: cada cinco años de activa el mismo mecanismo de defensa paranoide), recuerdo a un amigo que decía estar completamente decidido a vender todo acá e irse con su esposa y pequeño hijo a vivir en Alicante. O Málaga. O cualquier pueblo español que no tuviera el precio del metro cuadrado de Madrid.

Él tenía en Lima una casa con jardín, y vendiéndola y poniendo algo más de dinero, allá vivirían los tres en un departamento del tamaño de su cocina limeña. Gracias a una inversión inmobiliaria absolutamente desproporcionada, apresurada y emocional, sería automáticamente europeo. O español. O algo parecido.

Contar con un pasaporte extranjero para no estar acá en caso de naufragio, permanente contingencia nacional, es un plan b camino a la normalización. Los más urgidos y con menos posibilidades de una salvadora vara local optaron hace años por abandonar el barco bajo la desesperación, como ilegales. Hoy en día ya son prósperos y temerosos de Dios ciudadanos norteamericanos, posiblemente trumpistas, que traen a sus hijos angloparlantes al país por Fiestas Patrias para que no olviden el castellano y constaten las leyendas familiares respecto a que orinar en la calle es una manera mamífera de marcar el propio territorio.

Hemos tenido presidentes con nacionalidades ocultas, y de dramáticos cambios de camiseta nacional para efecto de usar la política según necesidades de inmunidad legal. Hemos tenido candidatos, de ambos extremos del espectro político, con pasaportes extranjeros de mitológica existencia. Siempre y en todos los casos, esa duplicidad suponía el ejercicio de un acto de acrobacia política con personal red de protección debajo. Rómpase el vidrio en caso de exilio o juicio de residencia.

Es paradójico que en el Perú exista una demanda desaforada y mal atendida por el pasaporte nacional, cuando el verdadero Santo Grial es el mismo documento, pero en versión extranjera. Por cachivachero, un acumulador con ínfulas de coleccionista, conservo todos los pasaportes peruanos que he tenido. Me sorprende un tanto nunca haber tentado la posibilidad del documento extranjero. Urgencias y temores ha habido, y cierto ramalazo familiar podría haberlo hecho fácil. Pero no.

Mi abuelo materno, Carlos, era un caballero argentino que, enamorado de una dulce peruana, dejó Buenos Aires para convertirse en agente de bolsa en Lima. Un día fatal en la bolsa colapsó el mundo como si fuera un castillo de naipes; colapsó Carlos. Sucedido el hecho, lo que se le ocurrió hacer primero fue pagarles de su dinero las pérdidas a sus clientes. Luego se fue caminando hasta su casa en Campo de Marte, se sentó en su sillón favorito y murió de un infarto cardíaco. Murió como peruano porque ya había renunciado antes a la nacionalidad argentina. Renunció por amor, no se me ocurre otra.

Mi abuela materna, Clementina, tenía apellido francés corroborado por escudo genealógico que designaba su origen en Normandía. El linaje estaba refrendado por una naturaleza racional, mandona y líder. Por un tema generacional, y la impronta del comandante du Petit Thouars que salvó Lima de la destrucción en manos del invasor, para doña Clementina la Guerra con Chile seguía en curso. Quien le hubiera dicho que opte por un pasaporte francés en vez de uno peruano habría sido pulverizado por una mirada con la contundencia del Morro de Arica. Cuando no una cachetada de esas de ida y vuelta, a lo telenovela.

Tengo dos hijos germanohablantes, hinchas del FCB Bayern y con pasaporte alemán. Existe la opción de que algún día ellos reclamen como connacional alemán a quien fuera el origen tercermundista de sus vidas. Ese anciano paseando en silla de ruedas en Wuppertal, Nordrhein-Westfalen, llevará el pasaporte alemán en el bolsillo, una escarapela blanquirroja en el pecho y el pañal para adultos bien puesto.
 

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