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La Picante
Pescados y mariscos con solidez casera y abierta a platos del norte y del sur.
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En este restaurante ubicado en el mesocrático barrio de Jesús María el tiempo parece haberse detenido. Fransuá Robles abrió las puertas de La Picante en 2016 como una barra marina que pronto mudó a restaurante. Casi desde entonces mantiene la misma decoración en colores verde mar con toques anaranjados, las mesas familiares de madera, la barra cebichera a la vista del público y la corrección de una Carta esencialmente marina y limeña, pero que acoge con naturalidad platos del norte y del sur.
No es casual que los comensales sean principalmente los parroquianos del entorno, lo que no solo demuestra familiaridad sino también fidelidad a una propuesta casera, generosa, bien preparada, que se esmera en proponer un consumo responsable, consciente y sostenible de los recursos marinos.
Esa es la razón por la que los platos no cambian sino los insumos. Las variables dependen de la temporada, las tallas, las vedas y el humor del mar. Siempre encontrará cebiches, tiraditos y piqueo marino. El precio depende no solo del tipo de pescado sino ahora de variables antes impensadas como el costo del limón y la cebolla. Cualquier ama de casa sabe que la canasta familiar está de subida y que el sector gastronómico una vez más es el gran perjudicado, aunque muchos alcaldes piensen que los emprendimientos gastronómicos, por más pequeños que sean, son la gallina de los huevos de oro que pueden estrujar “como limón de emolientero”.
Los tiempos obligan a seguir la sabiduría chifera, por lo que, a tono con los bolsillos, La Picante ofrece dúos familiares para 4, 6 y 8 personas, que incluyen una entrada fría y un arroz de fondo. Puede ser chaufa, jalea, chicharrón o arroz con mariscos al estilo norteño.
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Si opta por la Carta habitual encontrará, fuera de los cebiches y afines, una contundente causa de “la abuela”, la tradicional, con atún, mayonesa, palta, tomate y una chalaquita que aporta frescura. Cuando es temporada de pulpo, lo incorpora, si no, los langostinos son fijos. Un plato completo en sí mismo, al que Fransuá le tiene especial afecto.
En platos de fondo, recomiendo aventurarse por el arroz achorado de intenso sabor merced a los mariscos que le sirven de base y cuya cocción termina en el horno dándole un toque ahumado y potente. Otra opción es el arroz chupado, cocido en un clásico chupe arequipeño con huacatay, queso, habas y pimientos coronado con un filete de pescado y un huevo pochado que semeja un min pao.
Para los que optan por menú de tierra, ponen un sabroso seco con frejoles, un socorrido asado con puré y un siempre bienvenido tallarín con lomo saltado.
Para beber hay chicha morada (la verídica), jugo de maracuyá, gaseosas y cerveza.
De postre, solo crema volteada. La atención es rápida, pero el estacionamiento escaso, mejor vaya a pie o en taxi.
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¿Qué comía la Santa de Lima?
El miércoles pasado fue el día de la Patrona de América, la Santa más querida del santoral capitalino. Para nuestros fines, se nos ocurrió indagar sobre la supuesta dieta que tendría Santa Rosa cuando aún se llamaba Isabel Flores de Oliva. Sabemos que fue una niña un tanto melindrosa, quizás porque su espiritualidad se manifestó a edad temprana, obligándose a privaciones y ayunos prolongados. Sin embargo, es probable que en su casa se comiera tamales, sango, papa y pallares, alimentos comunes en la Lima del Siglo XVII.
Bernabé Cobo registra una ordenanza que prohibía preparar dulces “porque [los dulces] hacen hombres ociosos y vagabundos”. Sin embargo, según registra la historiadora Rosario Olivas en su libro La cocina en el Virreinato del Perú, “la santidad no era ajena al buen gusto. Muestra de ello es la chocolatera de Santa Rosa, que se guarda, junto con otras reliquias, en un convento limeño”. Lo que demuestra que siempre hay estómago para un postre, y si es chocolate peruano, mejor.
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