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Vigésimo sexto capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán
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Nunca me agradaron, aunque nunca les negué el saludo. Aquella celebración despertó desconfianza en mí, así como las que vinieron después, cuando Yeison se fue haciendo grande y los amigos de su edad, del colegio o el barrio, encontraban en su casa un lugar en el que se sentían libres de fumar hierba y expresarse como matones achorados, con bromas crueles e insultos racistas. Ese sentimiento que solo se confirmó con lo que pasaría años después, cuando Yeison comenzó a llevar a su casa a los chacales del Cacho.
Jennifer y su esposo querían ser padres modernos, comprensivos, hablar con su hijo sin tabúes y sin esas anticuadas fronteras que la sociedad impone. Supongo que era una forma de sentirse jóvenes y transgresores a pesar de sus responsabilidades y rutina. Consentían a Yeison de una manera en que este podía levantarles la voz frente a sus amigos y ellos, como padre y madre, solo atinarían a intentar comprenderlo, a ensayar un enojo que resultaba falso, fuera de lugar. Las pocas veces en que lo hacían, intentaban no romper esa atmósfera juvenil y de permanente distensión que imperaba en la casa, un lugar donde los mismos padres hablaban de fiestas y amoríos juveniles, de sus aventuras adolescentes; ella contaba las veces que se había emborrachado en segundo de secundaria con chicos de quinto año en un parque cerca de su colegio; él contaba cómo fue la primera vez que su padre, oficial de policía, le había encontrado marihuana y revistas porno.
Cuando Yeison empezó a llevar a la casa a uno de los chacales del Cacho, los padres intentaron no juzgar al nuevo amigo de su hijo, un muchacho de unos 21 años, con marcados antecedentes de violencia familiar y callejera. Se merecía una oportunidad, un espacio en el que lo hicieran sentirse parte. Su nombre era Tomás, le decían Puñal.
—Ni cuando las cosas empezaron a desaparecer de la casa —decía Perico—, ni cuando notificaron en su colegio que el Yeison no iba a clases, nunca sospecharon nada. O quizás sí, solo que se hacían los huevones. El viejo era huevón, se hacía el bacán, el moderno, tremendo pisado. Una jerma así hay que saber controlarla.
Puñal había tomado a Yeison como su protegido en los lugares a los que lo llevaba, fiestas, canchas de fútbol, rampas de skate, y lo presentaba de una forma ambigua a sus conocidos hampones, como una especie de amigo o mascota. Mientras Yeison sentía que formaba parte, que iba ganando madurez, los padres de Yeison querían que su hijo tuviera algo más de calle, que conociera un poco más el mundo. Nosotros le damos libertad, que aprenda, que tenga experiencias, no somos como los otros padres, pues. Y era cierto que ese trato había infundido en el muchacho un evidente descaro y falta de empatía que era fácil de confundir con confianza en sí mismo.
Por eso recibían a Puñal en la casa. Lo invitaban a cenar. Se quedaba a dormir cuando regresaba de madrugada con Yeison después de una juerga. Siempre notaban que las cosas desaparecían luego, a los pocos días, nunca inmediatamente. Al principio, el padre intentó no juzgar nada, pero cuando todo se hizo muy evidente, conversó con Yeison y con Jennifer. No puedo acusar abiertamente a Puñal, digo, a Tomás, es un buen chico, se nota que quiere aprender y necesita una oportunidad.
—El huevón no se impuso cuando la loca y el chibolo defendieron al Puñal —decía Pacheco riéndose—. Hay que ser tarado.
Por eso, cuando el problema ya era evidente, cuando Yeison ya daba muestras de estar volviéndose agresivo e incontrolable, cuando descubrieron que había faltado a la escuela durante una semana entera y que la tarjeta de crédito de la madre —que pagaba el padre, claro— había desaparecido, no hubo manera de entrar en razón con él. Yeison se manifestaba como el verdadero poder de la casa; lo que al comienzo habían sido simples mimos y condescendencias eran ahora el orden, la fuerza ineludible que dirigía las relaciones con su entorno, una dinámica en la que la autoridad de sus padres estaba sometida a los estallidos de sus deseos y su ego. Puñal era un objeto, una extensión de su ser que satisfacía su ansiedad frente a sus padres, ante quienes cada vez tenía menos respeto porque los consideraba despreciables.
—Y cuando encontró al Puñal cachándose a su vieja, ¿qué hizo el Yeison?
—Él no los encontró, él estaba durmiendo. Los encontró el huevón del esposo.
Ese fue el primer estallido, la primera ruptura del hogar. Puñal dejó de ir por la casa, no sin antes mecharse con el padre y decirle a Yeison que la culpa era suya, que él no había hecho nada malo. Ella quería, causa, había estado tomando mucho, estas cosas pasan, yo soy tu causa. Puñal decía que Yeison le debía muchos favores, que cuando se habían conocido, Yeison era un chibolo mongol muerto de miedo. Broder, yo soy tu causa.
Nunca quedó claro en qué acabo esa noche en la que nos despertaron a todos en el barrio con la bronca entre el Puñal y el esposo de Jennifer, pero a nadie le sorprendió que a las pocas semanas Yeison huyera de la casa y que se sentara una denuncia por desaparición. Y aunque la ciudad estaba terrible y los secuestros eran cada vez más comunes, la noticia de que Jennifer y su esposo —que por esos días se había ido del barrio humillado por la vergüenza— recibían llamadas en que pedían rescate por su hijo sí resultó para todos una noticia perturbadora. Yeison secuestrado, encerrado en una habitación, quizás atado y con los ojos vendados, era una imagen que conmovió a todos, incluso a mí.
Ese segundo evento desubicó al barrio entero, aunque con lo que se descubrió después, el tercer acto definitivo, todos nos mirábamos sintiéndonos un poco tontos por no habernos dado cuenta antes.
Los padres hicieron un primer depósito a una cuenta bancaria, de la cual se hizo una transferencia a otra cuenta, y de inmediato el dinero fue retirado. El rastreo fue complicado, pero la siguiente llamada ya había sido intervenida. No venía de una cárcel, como era habitual en los casos de extorsión, sino de un celular de la calle. Nunca quedó claro en aquel momento cómo dieron con la verdadera dirección en la que se encontraba secuestrado Yeison. Eso sí, la tarde en que un patrullero dejó al mocoso en la esquina del barrio, todos ya sabíamos que nunca había estado secuestrado.
—Alucina que, cuando lo encontraron, no reaccionaba de lo duro que estaba —Perico se relamía al narrar la escena, agregaba detalles inverosímiles entre los cuales, quizás, se asomaba tímidamente la verdad—. El Puñal lo había hecho mandar un audio a sus viejos diciéndoles huevada y media, que lo tenían amarrado, que le pegaban, hasta lloró el huevonazo.
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