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Primer capítulo de ‘Una pelota en el camposanto’, la novela de Juan Manuel Chávez

El autor ha publicado novelas y ensayos, crónicas y cuentos. Entre sus libros más recientes están ‘Cassi, el verano’ (2018) y ‘Tupa Camaro’ (2021).

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Primer capítulo de 'Una pelota en el camposanto', de Juan Manuel Chávez. (Ilustración de Mechaín).
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El sentido último al que remiten todos los relatos tiene dos caras: la continuidad de la vida, la inevitabilidad de la muerte.
ITALO CALVINO
El último encuentro que se jugó en el campo de fútbol del pueblo de Micunapampa, siete años atrás, terminó en bronca general. Fue un domingo particularmente frío y lluvioso en que el ‘Taruca’ Llantoy desempató el partido de vuelta con un disparo que, ladino como sabía ser, demoró más allá de lo reglamentario tras el pitazo. Aquella tarde, la sangre de varios regó la tierra entre botellazos, puñetes y patadas. Sin embargo, a pesar del caos, era sangre de fiesta; todos los días no se llega a la final de un campeonato.
Hoy parece una ironía macabra que el penal del ‘Taruca’, con que fusiló al ‘Prosa’ Tapia en su propia cancha, fuera el prólogo de las ejecuciones que sobrevinieron la semana siguiente en ese mismo lugar.
La sangre que regaron los terroristas en Micunapampa, encendida con pólvora, es de muerte. Y entre todos los tipos de muerte, tanto las que todavía dominan mis pesadillas como las que fatigan los recuerdos de tantos amigos que dejé atrás, la de Yuriana es la peor.
Ella tenía catorce años, mientras que yo era un manganzón de diecisiete; y solo me tomaban en serio para el fútbol. En aquel entonces, ya había terminado el colegio en Micunapampa, a donde había migrado para seguir la secundaria. Me quedé un tiempo más en el pueblo por el campeonato, y tuve la suerte de que ella se acercara a mí, pero sufría tal revoltijo de nostalgias e indecisiones por seguir lejos de mi madre, que al día siguiente de la broncaza regresé a mi caserío natal, a tres horas en mula. A fin de cuentas, después del partido, demasiada gente pidió mi cabeza.
Viví los cinco años de la secundaria en Micunapampa al lado de mi padre; aunque visitando a mi madre cada quincena y lo que duraban las vacaciones de verano. Ella se sentía feliz por mí, porque yo aprendía, crecía y progresaba, era su motivo de orgullo, si bien padecía mucho por mi ausencia. Cuántas veces habrá llorado, bajito, callandito, la noche misma en que partía de nuevo para el pueblo. Ser hijo no es sencillo, pero ser madre es tan complejo.
Ya no recuerdo desde cuándo vivieron separados mis padres. No es que se pelearan o resolvieran apartarse el uno del otro para meterse en nuevos compromisos, sino que, sencillamente, la tierra del caserío donde nací no daba para mucho. Los fríos eran cada vez más dañinos para los cultivos y los calores, mortíferos para el suelo. Por eso, había que buscarse el destino en otro sitio, y así lo hizo mi viejo. La pobreza, en la mayoría de ocasiones, decide por uno.
En aquellos años, el caserío era un lugar menudo a los pies de la cordillera. Impresionante siempre ha sido, con una montaña nevada a lo lejos y el fragor del viento entre la inmensidad de los árboles, un lugar que consideraba asombroso por su paisaje feroz y su clima hostil; impresionante, aunque miserable. Los campesinos no podían sacarle a la tierra lo suficiente para comerciar a mediana ni gran escala; además, recién iniciaban la renovación de sus técnicas los artesanos y las tejedoras, que ahora se agrupan en cooperativas. Recuerdo que, cuando yo era todavía muy chico, el maíz, las papas y las habas sobraban con las justas para hacer intercambios en los mercadillos de domingo; a nadie le quedaba para vender. Cada siete días esperábamos que un buen trueque nos abasteciera de carne o de granos; y el lujo extrañísimo de un plátano de seda o una palta por madurar. Qué lujo, y qué pena cuando, mordida a mordida, se acababan. No era fácil, pero nunca tuvimos una existencia desdichada. Sin embargo, la insatisfacción creció en mi padre y quiso marcharse de la casa para volver solo una vez al mes desde aquel día, con parte de su salario de jornalero; desde aquel día, hasta que lo mataron.
Pasado tantísimo tiempo, tiendo a imaginar que él se fue del caserío al pueblo de Micunapampa con una ilusión de progreso que también soñó para mí. Y con esas miras, una noche de febrero, cuando yo tenía solo doce años, me llevó con él.
En el caserío no teníamos más colegio que uno con calaminas en el techo y maderas sobre piedras para sentarnos, donde un mismo profesor impartía clases para la mayoría de los grados de primaria; un buen hombre que pasaba vergüenzas cuando tenía que hacer una multiplicación de muchos factores o sacar raíces cuadradas. Si bien dominaba el curso de lenguaje y le gustaba narrar los pasajes más traumáticos de la historia del Perú, la matemática revelaba sus mayores carencias; a la vez, lo humanizaba. Era tan lerdo con los cálculos como cualquiera, y noble como pocos. Ahora imagino que mi vocación por la docencia surgió en su aula, con las miles de palabras y oraciones que pasó a enseñarnos como si fueran joyas; una vocación que buscó su camino entre los ideales de mis padres, las canchas de fútbol y una frase que recibí en la calle.
Me sacaron del caserío para que siguiera con mi educación escolar y yo me fui también de ahí, años después, para buscarme la posibilidad de los estudios superiores. La mañana siguiente del partido por la final, el reencuentro con mi madre fue sin la compañía de mi viejo; él siguió en Micunapampa, esquivando vergüenzas por mi culpa y trabajando de sol a sol por lo que quedaba del mes. Pero su mes terminó siete días después, y nunca más lo volvimos a ver; tampoco a Yuri.
Luego del dolor, luego del horror, luego de la rabia, mi madre se esforzó por convencerme de que la dejara en el caserío. “Vete, hijo, y haz con tu destino lo que sea mejor para el nuestro”. Vestía de negro, con ropa que le prestó su comadre para llevar el luto por mi viejo; y estaba flaquísima, como un arbusto sin hojas ni ramas, aparentemente frágil. Ella se convirtió en una viuda que anidaba una sola esperanza: yo. Y, por ella, pasé de un pueblo a otro hasta llegar a una ciudad con universidad donde se había instalado una tía sin familia que me abrazó como al niño que nunca tuvo. Así comenzó mi nueva vida, pero con una culpa insensata por los muertos de la antigua.
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Primer capítulo de 'Una pelota en el camposanto', de Juan Manuel Chávez. (Ilustración de Mechaín).
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