“El silencio fue ganando poco a poco aquel jardín, aquella casa grande. Un silencio taurino, pensó Tono Azpilcueta, un silencio que rompían sólo aquellas cuerdas, como el de aquella tarde de domingo en la Plaza de Acho —nunca la olvidaba—, durante la Feria de Octubre de aquel año, 1956 o 1957, en que su padre, el italiano, lo había llevado a una corrida, la primera que vio en su vida, indicándole que Procuna, el mexicano que toreaba, era muy desigual, un hombre de extremos, pues algunas tardes, preso de un miedo pánico, corría de los toros sin ninguna vergüenza, dejando todo el trabajo bajo a sus peones, y otras, se llenaba de valor y buen arte, y se arrimaba al animal de una manera que daba vértigo a los tendidos de la plaza.