Roca Rey. La luz del toreo sostiene y disfruta la última novela de Vargas Llosa. (Javier Zapata/Perú21)
Roca Rey. La luz del toreo sostiene y disfruta la última novela de Vargas Llosa. (Javier Zapata/Perú21)

En la primavera española de 1923, la fiesta brava cautivó al escritor estadounidense Ernest Hemingway de tal forma que su vida cambió, transformó su vocación. Amante de los sanfermines y visitador frecuente de Las Ventas en Madrid, el viajero autor cultivó una afición por los encierros y el toreo a medida que dialogaba y entablaba amistad con los toreros, los mejores del momento. Muerte en la tarde (1932) como Fiesta, publicada en 1926, constituyen dos muestras de su gran pasión por la lidia y el arte de torear. Se cuenta que, cuando se suicidó con un disparo el 2 de julio de 1961, Hemingway tenía en el cajón de su mesita de noche el abono para las corridas del Festival de San Fermín.

Por siempre, la tauromaquia ha estado presente en las historias de los autores. Jornadas victoriosas, la fiesta de los toros, corridas memorables, escenarios taurinos o personajes inolvidables. El toreo como sinónimo de la gloria de un pueblo. Ortega y Gasset, Federico García Lorca, Antonio Machado, Fernando Savater, Gabriel García Márquez, Abraham Valdelomar, Luis Hernández y la lista —antojadísima— (solo de nombres en español) se alarga y llega hasta Mario Vargas Llosa.

El peruano universal que ha hecho una férrea defensa de la tauromaquia en innumerables ensayos ahora adorna su última ficción con la narración de plazas y toreros. La primera vez de Toño Azpilcueta en la grandiosidad de Acho o los privilegios alcanzados por el toro de lidia. La fiesta brava se vive también en Le dedico mi silencio. Léalo usted mismo.

“El silencio fue ganando poco a poco aquel jardín, aquella casa grande. Un silencio taurino, pensó Tono Azpilcueta, un silencio que rompían sólo aquellas cuerdas, como el de aquella tarde de domingo en la Plaza de Acho —nunca la olvidaba—, durante la Feria de Octubre de aquel año, 1956 o 1957, en que su padre, el italiano, lo había llevado a una corrida, la primera que vio en su vida, indicándole que Procuna, el mexicano que toreaba, era muy desigual, un hombre de extremos, pues algunas tardes, preso de un miedo pánico, corría de los toros sin ninguna vergüenza, dejando todo el trabajo bajo a sus peones, y otras, se llenaba de valor y buen arte, y se arrimaba al animal de una manera que daba vértigo a los tendidos de la plaza.

Aunque había ido casi todos los años a las corridas limeñas —la afición a los toros le había comenzado desde pequeño—, no creía haber vuelto a escuchar aquel silencio tan profundo, tan extático, de toda una plaza, que, sublimada y expectante, callaba, dejaba de respirar y de pensar, olvidada de todo lo que tenía en la cabeza, y, suspensa, ebria, contagiada, inmóvil, veía el milagro que tenía lugar allá abajo, donde Procuna, derrochando arte, coraje, sabiduría, repetía infinitamente esos naturales y derechazos, arrimándose cada vez más al toro, fundiéndose con él”.

Le dedico mi silencio. Páginas 32 y 33

Escritor y matador. Valdelomar (izquierda) en diálogo con Belmonte (al medio).
Escritor y matador. Valdelomar (izquierda) en diálogo con Belmonte (al medio).

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“El toro, según la leyenda, había raptado a una diosa y de este modo había nacido Europa, la madre, abuela o bisabuela de los americanos. El toro de lidia, además, era el animal más privilegiado de la historia. Toño había leído artículos y libros que narraban la esmerada atención que recibían los toros bravos en las haciendas donde los criaban, incluso en el Perú; las libretas que se llevaban enumerando los cuidados que se tenía con ellos, lo que comían y la vigilancia que los veterinarios les prestaban en los cortijos donde eran criados. Uno de sus sueños, que sabía de difícil cumplimiento, era visitar aquellas haciendas, las de los toros de lidia en España o en México, por ejemplo, para comprobar el cariño con que eran tratados desde que nacían hasta que salían a las plazas a exhibir su valentía y fiereza. Todos aquellos astados desaparecerían si se prohibían las corridas. Dejarían de existir porque una cosa era el toro de lidia y otra, muy distinta, aquellos del común a quienes las tiras cómicas y las películas mostraban, muy orondos, oliendo margaritas y paseándose entre flores y jardines, moviendo la colita”.

Le dedico mi silencio. Páginas 272-273

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