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Futuro de Nicanor Boluarte en suspenso
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Cuarto capítulo de ‘Ella’, de Pablo Cermeño

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Fecha Actualización
ELLA
Pablo Cermeño
“Pensé que estaba dormida, pero no era así. Me di cuenta de que no respiraba. Cuántas veces la había visto recostada sobre la cama, descansando. Me gustaba hacerlo, me gustaba verla dormir. Después de todo lo que habíamos pasado, ese era el único momento en el que aún podía verla como antes, cuando éramos felices, cuando todavía no se había convertido en esta horrible persona, sedienta de dinero. Soy alguien bastante paranoico. Cada vez que la veía dormida, pensaba que podría estar muerta, así que me quedaba observando su torso para ver si respiraba. Solo así podía estar tranquilo. Ella sufría de una condición cardíaca, tenía una arritmia. Para mí, era como una bomba de tiempo que no dejaba de sonar en mi cabeza. Sabía que podía ocurrirle en cualquier momento”.
Esas fueron las primeras declaraciones que dio Luciano del Carpio a la Policía cuando fueron a constatar la muerte de Carla Rospigliosi. Algo lamentable, ciertamente, que después de haber estado tan enamorados, hayan llegado a una situación como la que se entiende de las palabras de Luciano. Las ruinas de un pasado hermoso, los restos del fracaso del amor. Algunas personas dicen que lo que comienza mal termina mal. Yo no estoy de acuerdo con que un dicho defina el destino de alguien. Pero, en este caso en particular, el inicio de su amor fue marcado por la decepción y el engaño, si nos ponemos a pensar en el buen Pepe Bonilla. Y, su final, bueno, ni siquiera hace falta explicarlo.
Pero hubo un tiempo en que sí se amaron de verdad. Para Luciano, quien ya había terminado la carrera de Literatura y se aventuraba a ser escritor, no había mayor inspiración que pensar en Carla. Sus sentimientos por ella escribían cada letra de sus poemas. Él, un artista verdadero, como se visualizaba a sí mismo, pasaba horas pensando en Carla, reflexionando sobre el destino y sobre todo el tiempo en el que el universo los había mantenido separados. Filosofaba tantas cosas, referentes al amor, que las servilletas de los bares se hacían pequeñas ante su prolija escritura. Luciano estaba seguro de que triunfaría como novelista, así que se rehusaba a aceptar los ofrecimientos de escribir historias cortas para diferentes periódicos y revistas, o de ser revisor editorial de las historias de otros. Él estaba reservando su pluma para algo mejor, lo que correspondía a alguien que había nacido con sus dones.
Carla, por su parte, era una mujer bastante pragmática. Ella estaba enamorada de Luciano, así que era feliz a su lado. Lo admiraba, no solo físicamente, sino que también estaba encantada con su romanticismo y su manera pasional de ver la vida. Le emocionaba ser suya, ser objeto de su deseo y de todo ese sube y baja de emociones, que eran tan fuertes en Luciano. Ella no era de filosofar, pero estaba orgullosa de que su chico sea un pensador. Carla enfrentaba las situaciones de un modo frontal. Era de pensamiento ágil y estaba llena de recursos académicos y conocimiento. Era una solucionadora de problemas. Pero con Luciano se sentía completa. Pensaba que juntos serían imparables, invencibles, indestructibles. Ella era una ganadora, y él la hacía estar un escalón más arriba.
Después de tres años de ser enamorados, amándose intensamente como es común en algunas relaciones insanas, decidieron que no querían pasar ni un segundo más de vida separados, de tal manera que se mudaron juntos. Carla ya tenía un buen trabajo, en una empresa líder en el desarrollo tecnológico, lo cual le proveía de un sueldo bastante respetable. Luciano, en cambio, seguía persiguiendo el esquivo sueño de ser un escritor renombrado, de la misma manera –un poco altiva– en la que lo venía haciendo desde que salió de la facultad de Literatura, rehusándose a tomar trabajos que no estuvieran a su nivel.
Aunque no era necesario, pues Carla ganaba lo suficiente para pagar el alquiler del pequeño apartamento adonde se habían mudado y también los gastos del hogar, Luciano decidió aceptar un trabajo –por horas– como profesor de Razonamiento Verbal en una academia preuniversitaria. La paga no era mucha, pero al menos así sentía que contribuía con algo. Y podía comprarle tulipanes de colores a Carla, que se deshacía cada vez que los encontraba en casa. Eran felices, tenían sus rutinas y sus propias maneras de hacer las cosas. Él despertaba primero, era de sueño más ligero. Preparaba el café y se lo llevaba a la cama, en una taza de loza blanca, la preferida de ella. Hacían el amor casi todos días, religiosamente. Luego, ella iba a trabajar y él se quedaba en casa, escribiendo. Al mediodía, preparaba la comida y salía para la academia, a dictar su clase. Regresaban a casa, ya de noche, cenaban y bebían vino desde el balcón de su apartamento en Barranco, mirando a las estrellas y a la gente pasar.
Carla creía en Luciano. Estaba convencida de que triunfaría; por eso no le importaba que no consiguiera un mejor trabajo. Entendía que él estaba persiguiendo un sueño más grande de lo que ella jamás habría podido soñar.
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