No se trató de un concierto de música electrónica, sino de una experiencia religiosa, donde el santo y seña era la pasión por el ritmo, la luz y la energía simbiótica entre Martin Garrix, uno de los mejores tres DJs del mundo y el público que, sudoroso, ansioso y extático, no paraba de saltar, bailar y cantar. La noche arrancó con una enorme cruz de luz en la pantalla gigante del escenario. Frente a ella, el altar donde Garrix pregonaba a ritmo de beats y booms.