Foto: AFP
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Nos gusta pensar que somos seres racionales; si nos presentan información clara y objetiva, podemos tomar decisiones sensatas o cambiar de opinión fácilmente. Pero la realidad es mucho más compleja.

Existe de que damos preferencia a la información que valida lo que creemos (su nombre técnico es y de esta conducta sale el conocido refrán “el amor es ciego”).

Este comportamiento no tiene nada de nuevo; es más antiguo que la Biblia. Sin embargo, ha encontrado un moderno potenciador que distorsiona y amplifica el sesgo de cada uno: los algoritmos.

En un contexto digital, el algoritmo es una fórmula compleja que se aplica para encontrar la solución a un problema. Para gigantes digitales como Google, Facebook y YouTube, el algoritmo intenta responder lo siguiente: ¿qué le muestro a cada individuo para incrementar las probabilidades de que haga click y se quede más tiempo en mi plataforma?

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Nuestros sesgos de confirmación aseguran que los algoritmos nos alimenten contenido que confirma lo que ya pensábamos. De click en click, vamos curando nuestra dieta de información, creando una burbuja, hasta sentir que entendemos todo a la perfección y que tienes que ser idiota para no ver el mundo de cierta manera.

Este fenómeno es global (su nombre técnico es ) y también nos ayuda a entender la plaga de desinformación: desde encuestas que justo ponen a tu candidato favorito en primer lugar hasta teorías de conspiración que cantan fraude sin evidencia.

Si bien esto ocurre en todo el mundo, en un sentido más personal, también le da contexto a lo que sentimos ahora todos: una profunda falta de entendimiento entre ciudadanos (en muchos casos, ). El diálogo será crucial en las próximas semanas, pero debemos reconocer que será imposible escucharnos si cada uno se queda en su burbuja.

Lea mañana a: Javier Alonso de Belaunde

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