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House
House se fue en su octava temporada, manteniendo hasta el remate la excelencia de sus guiones, la calidad del reparto y sus diálogos mordaces. Se le extrañará.
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Pedro Salinas,El Ojo de Mordorpsalinas@peru21.com
El doctor Gregory House es un tipo complicado. Posee una inteligencia deslumbrante, las habilidades deductivas de Sherlock Holmes (no es, dicho sea de paso, lo único en que se parecen), y como diagnosticador es imbatible. Su especialidad son las enfermedades infecciosas y la nefrología. Eso sí. También puede ser un cretino. Grosero y arrogante. Misántropo. Intimidante. Cínico. Hiriente. Egoísta. Autodestructivo. Cruel. Amargado por su cojera. No sabe ofrecer disculpas. Y es un tanto temerario en el trato con sus pacientes, a quienes aplica métodos poco ortodoxos, digamos. Además, está dotado de una lengua ágil y ponzoñosa. Ah, y por si fuera poco, es adicto al Vicodín.
House trabaja como jefe del Departamento de Diagnóstico en el Princeton-Plainsboro Teaching Hospital con un equipo al que no deja de acosar y probar, a través de bromas cáusticas o confrontándolos, llevando su relación con ellos siempre hasta el límite. Su mantra es: "Todo el mundo miente".
A través de la lógica, su intuición y el juego dialéctico con un staff de médicos talentosos, es capaz de resolver misterios médicos, salvar vidas y vencer a la muerte en cada capítulo de la serie. Bueno. En casi todos, porque House, ya saben, no es infalible. Por lo demás, los casos que debe resolver son de lo más extraños e inusuales, y de nombres impronunciables, pues para eso lo han contratado. Para atender a aquellos que nadie puede curar.
Como sea. Soy un consumidor regular de series de TV. Y en mi retina están grabadas todavía las imágenes de 24, Band of Brothers, The Wire, Juego de tronos, entre otras tantas, y House, qué quieren que les diga, House figura entre las series que más he disfrutado y me ha anclado al sofá, como quien ve una policial protagonizada por personajes con batas blancas y estetoscopios, y con subtramas que se destapan como muñecas rusas y no dejan de sorprender al espectador.
Uno de los aciertos en la historia son los dilemas éticos que plantea y que suelen centrarse en el protagonista –encarnado magistralmente por el actor británico Hugh Laurie– o en su entorno de colaboradores. Finalmente, el rebelde e iconoclasta personaje creado por David Shore hace lo que cree que debe hacer y es lo correcto (lo correcto para él, se entiende), y le importan un bledo, o un pepino, los estándares médicos y los procedimientos y las convenciones y los protocolos. Porque si algo define a House, es eso: su actitud transgresora.
Mención aparte merece la música que enmarca y les da contenido y sentimiento a las historias, que van desde la clásica y la ópera hasta el metal, pasando por el jazz, el rock y el himno de House: You can't always get what you want, de los Stones.
Pero todo tiene su ocaso. Y House se fue en su octava temporada, manteniendo hasta el remate la excelencia de sus guiones (esquemáticos, valgan verdades, pero siempre eficaces), la calidad del reparto y sus diálogos mordaces. Se le extrañará.
En lo personal, si me preguntan, echaré de menos su escepticismo militante, que expresaba de forma abierta, como en aquel caso en que tuvo que tratar a una religiosa que tenía alucinaciones y llegó al Princeton-Plainsboro acompañada de otra monjita que, apenas se topó con el médico, le dijo: -La hermana Agustina cree en cosas que no son reales. -¿Eso no es un requisito indispensable en su oficio? –preguntó House.
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