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Horror en la Gregoriana
Marie Collins, una irlandesa de sesenta y cinco años, relató ante doscientos clérigos, el trauma que le provocó un depredador sexual adornado con una cruz en el pecho.
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Pedro Salinas,El ojo de Mordorpsalinas@peru21.com
La historia es de terror. De un terror atávico, atenazador, acojonante. En plan H. P. Lovecraft. Y salió de la boca de Marie Collins, una irlandesa de sesenta y cinco años, quien parece andar por la vida con la aguda sensación nerviosa de alguien que pisa sin querer la cola de un gato. Collins, de cabello corto y cano, y mirada rígida y asustadiza, relató delante de unos doscientos clérigos reunidos en la Universidad Gregoriana de Roma su testimonio, el testimonio de quien fue marcado por el trauma que le provocó un depredador sexual adornado con una cruz en el pecho.
Detalló que, cuando tenía trece años y estaba enferma y sola en la cama de un hospital, un cura, con la excusa de irle a leer cuentos durante las noches, una vez que ganó su confianza, se aprovechó de ella. Tocándola. Tomándole fotos. Pidiéndole que se desnude delante de él. Marie se resistió, claro. Sin embargo, el monstruo insistió con fuerza, y con el argumento que era sacerdote, que solamente buscaba su bien, y esas cosas, terminó por someterla. "Yo pensaba que un sacerdote era el representante de dios en la Tierra y de forma automática debía tener mi confianza y mi respeto (…) Pero aquello provocó una gran confusión en mi mente: los dedos que abusaban de mi cuerpo en la noche eran los mismos que me ofrecían la sagrada hostia a la mañana siguiente", contó.
No obstante, ese pasaje de su biografía no fue lo más truculento. Collins trató de explicarle al auditorio cómo fue su historia personal a partir de ese incidente que la estigmatizó para siempre. Y la quebrantó. Y la hizo desconfiada. E infeliz. Durante años, la pobre sufrió de depresiones atroces. Al punto que tuvo que ser tratada en un hospital. Finalmente, a los cuarenta años decidió revelarle su pasado traumático a un médico, el cual le dio el peor consejo de su vida. Que denunciara el caso ante la iglesia católica. Y así lo hizo.
La respuesta que recibió la hizo tambalear como un buque en un tifón. "Me dijo que lo que había sucedido era probablemente mi culpa. Aquella respuesta me rompió. Hizo que resurgieran en mí los viejos sentimientos de culpa y de vergüenza", reveló Collins.
Y a partir de ahí, imagínense, las depresiones reaparecieron como una tormenta desbocada. Y volvió a visitar más hospitales para que la mediquen. Y el silencio y el sufrimiento se entronizaron en su corazón. Diez años más tarde, en los noventas, con los escándalos de Boston, que luego se replicaron en Europa, descubrió que su caso no era el único. Que era uno entre miles. Entonces, decidida a buscar justicia, volvió a la carga. "Le escribí al obispo y ahí empezaron los dos años más duros de mi vida. El sacerdote que me había atacado estaba protegido por sus superiores y a pesar de mi denuncia siguió durante meses preparando a niños para la confirmación… Y volvieron a atacarme, me dijeron que yo estaba contra la iglesia, que el caso era viejo, que no sería bueno empañar la reputación del sacerdote".
Para hacerla corta, el pederasta ensotanado terminó preso, y la vida de Marie adquirió sentido y valor. Lo inquietante fue el silencio que siguió al relato. Porque justamente el silencio cómplice, la omertà clerical, es lo que ha caracterizado a la iglesia ante esta lacra.
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