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Un solo día tranquilo y feliz
Todo esto que ha ocurrido es, la verdad, un poco desconcertante, y no lo digo con fastidio o enojo sino con pasmo, con verdadero pasmo, con perplejidad o estupor o un asombro digamos infantil.
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Jaime Bayly,La columna Jaime Baylyhttp://goo.gl/jeHNR
Todo esto que ha ocurrido es, supongo, la vida, la vida misma, y ahora siento que la vida se me ha pasado, se me ha escapado, se me ha escurrido como arena quebradiza de las manos, y sigo sin entender nada, nada de nada. Y no lo digo rencorosamente o inamistosamente con la vida y sus enredos y misterios y graciosos vericuetos, lo digo tranquilamente, recordando con una sonrisa cínica en la conveniente oscuridad de un avión, mirando mi vida como si fuera yo mismo otra persona a la que, cuarenta y siete años después, sigo sin conocer un carajo.
Se suponía, al comienzo, cuando todos eran sueños y fantasías y nada parecía inalcanzable, que, siendo un hombre, dotado genéticamente de las cosas que acompañan a un hombre, yo tendría una disposición natural a querer a las mujeres, no a todas las mujeres, claro está, tanto no se puede, pero a algunas mujeres, a unas cuantas, a esas que, a mis ojos arrobados, eran únicas, especiales, inasibles criaturas de las nubes. Y asimismo me encontraba pensando en ellas, mirándolas, escudriñándolas con parejas dosis de temor y fervor, deseando que mis manos y también mi lengua se perdieran en el territorio fascinante e inexplorado que era el cuerpo de una mujer, esa mujer a la que, mirando una foto, entrecerrando los ojos, temblando en la penumbra esquinada, deseaba malamente, malamente, como deseamos los hombres cuando nos creemos tan hombres y solo somos unos críos babosos y atropellados. Que es exactamente lo que yo era cuando, de pronto, de un modo brusco y repentino y creo que signado por la desdicha, me encontré frente a una mujer desnuda a la que pagué para que se desnudara en un cuarto desalmado y maloliente y a la que no pude amar porque ni siquiera su nombre conocía y a la que tampoco pude desear porque todo en ella y sus ásperos confines me resultó espantoso, vulgar, chocante, una humillación devastadora para ese hombrecillo hablantín y presumido que había sido hasta entonces y que a veces, qué curioso, echo de menos.
A ese primer fracaso siguieron todos los demás, que fueron todas las personas a las que besé, todas las personas a las que quise amar y terminé lastimando tontamente, estúpidamente, sin quererlo, sin darme cuenta, como acaso me lastimó esa pobre mujer que trató de una manera obstinada y servicial de encender en mí las llamas del deseo que nunca me abrasaron para mi desgracia o, quién sabe, para que encontrase de esa manera amarga mi singular destino de hombre triste, solo y desconcertado y sin embargo maravillado de estar vivo y sin entender nada, un carajo de nada.
Porque luego intenté más o menos tozudamente amar a un hombre ya que no encontraba la manera de amar a una mujer, y tal amor no ocurrió, no prosperó, no floreció, con perdón por la cursilería, pero el amor siempre es cursi como cursi es la felicidad y cursis son las malas novelas que nos recuerdan que las mejores ficciones son las que se asoman, impertinentes, avezadas, a los sombríos laberintos de la tristeza y la infelicidad. Miro atrás, veinte años atrás, y veo a un hombre angustiado, impaciente, enojado consigo mismo y con el mundo, escribiendo unas líneas afiebradas, furiosas, llenas de encono y desolación y torpes deseos de venganza, y siento una cierta lástima por ese pobre hombre sofocado por la duda quemante, veo a un hombre que no sabía qué hacer, adónde ir, adónde escapar, cómo explicar esa cosa tensa y turbia y crecientemente abrumadora que era la vida, mi vida, aquella sucesión de infortunios y contratiempos que parecían maleficio, embrujo, conjuro, maldición, una mala racha de tantos amores que nunca encontraban no digamos ya un final feliz sino meramente un día feliz, un solo día tranquilo y feliz. Todo era rabia, fuego en las entrañas, vísceras ardiendo, hombres y mujeres a los que quería amar y no podía amar, mujeres y hombres a las que deseaba de un modo leve y asustadizo y cuando intentaba tocar y besar se convertían en unas criaturas afantasmadas, espectrales, que me atormentaban de una manera sistemática y viciosa, minando todo lo bueno que había en mí, dejándome en escombros, la ruina y los desechos que era entonces y sigo siendo, ese hombrecillo rencoroso y angustiado que escribía tantas cosas horribles para no morirse de la tristeza y el desánimo. Y no lo digo con ninguna compasión hacia ese hombre ensimismado, lo digo mirándolo como se mira la noche negra desde la ventana del avión, con el afecto cansado que dan los años y la obligación de seguir con él, conmigo mismo.
Porque fueron pasando los años y lo mismo fracasé en mi empeño de amar a una mujer que en mi obsesión de amar a un hombre, y lo que había en mí era una sed que no podía aplacar, un incendio que nada podía extinguir, preguntas que eran reclamos que eran diatribas que eran vómitos que nunca tenían una respuesta mínimamente tranquila y racional. Todo fue un fracaso, todo ha sido y sigue siendo un sonado y chirriante fracaso, y entretanto he tratado de explicarme tantos fracasos escondiéndome aquí mismo, en estas líneas minúsculas, en las palabras huidizas, en la promesa de que algo mejor, algo bueno, algo puro y luminoso y bienhechor estará esperándome al final de esta peripecia extenuante y sinsentido.
Y miro atrás y me asaltan el vértigo y la culpa y al mismo tiempo la risa y el estupor porque no entiendo nada, nada de nada, un carajo de nada, y ya me resigné a que eso mismo es lo que a duras penas entenderé, y que la vida, quiero decir mi vida, es mirar todo lo raro e inexplicable que va ocurriendo mientras trato de ser alguien que no puedo ser: pensé que era un hombre y cuando quise ejecutar esa hombría soñada fracasé, vaya que fracasé; pensé que era otro tipo de hombre, un tipo de hombre con una mujer encubierta y agazapada y ardiente dentro de sí mismo y no pude encontrar cabalmente a esa mujer que pensé que se escondía en mí; me tocó ser padre y pensé que era un buen padre o al menos uno risueño y juguetón y por desdicha llegó el día en que me convertí en un padre atrabiliario y envenenado que juré que nunca sería y me encontré humillando a mis hijas, haciendo escarnio de ellas, ensañándome con las pobres; no pude ser el esposo fiel ni el amante entregado ni el hombre ni la mujer ni esta cosa cierta ni la otra; siempre he sido lo que no puedo ser, lo que se promete y se escapa, lo que persigo y me elude, la utopía, la quimera, el espejismo, el agua a lo lejos en el desierto. Es eso mismo lo que soy: lo que no puedo ser, lo que quisiera ser, lo que siempre he soñado ser y nunca seré, y es exactamente por eso que escribo, que sigo escribiendo con rabia y angustia y trémula excitación por cada día estupendo e infeliz que se me escapa como arena quebradiza de las manos, porque nada tiene sentido cuando miro atrás y trato de explicarme el accidente grotesco y esperpéntico que ha sido mi vida. Pero aquí estoy, en un avión a oscuras, todavía vivo y escribiendo, viendo cómo duerme a mi lado la mujer a la que amo de esta manera insólita y desesperada, sin entender cómo y por qué, después de tantos tumbos y naufragios, he terminado aquí mismo, en este puerto manso, en estos labios y este pelo y estos ojos que son los últimos que quisiera tocar y mirar antes de dormirme de una buena vez y para siempre, antes de que sea la hora de bajarme de este avión a oscuras que surca el cielo infinito que es la negra noche con sus nubes inciertas.
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