El triunfo de Perú contra el terrorismo.
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¿En dónde tiraron las cenizas de Abimael Guzmán?

-Eso es secreto de Estado. Solo lo sabemos tres personas en el país de las instituciones que participaron en el proceso de cremación.

¿Pero hay la posibilidad de que alguien más lo sepa?

-Hay un acta en el Ministerio de Justicia con la cláusula de secreto.

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El 11 de septiembre de 2021, el genocida, cabecilla de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, moría en su celda del Centro de Reclusión de Máxima Seguridad de la Base Naval, producto —según la necropsia 326-21 de la Morgue del Callao— de una neumonía bilateral.

Esta es una enfermedad que afecta a los pulmones, después de que estos hayan sido infectados con un virus respiratorio, como, por ejemplo, el del COVID-19.

Pero Guzmán ya estaba enfermo, y no solo de odio. Tenía hipertensión arterial, gastritis crónica, astigmatismo y, la más conocida, la psoriasis artropática.

Esta última es un tipo de artritis inflamatoria que produce dolor articular, hinchazón y rigidez. El tratamiento se centra en controlar la inflamación de las articulaciones afectadas para evitar el dolor y la discapacidad, y en controlar la piel que se vea afectada

LA HUMANIDAD DE QUE NO TUVO

Para tratar la psoriasis del genocida, la Marina de Guerra le suministró un tratamiento periódico que había sido prescrito por el médico. Todos los días, Guzmán tenía que tomar una cápsula de neotigason, cuyo valor en el mercado era de 200 soles aproximadamente por caja. El genocida recibió este medicamento desde su internamiento hasta el último año de su reclusión.

Una que otra noche, los gritos por el dolor que le causaba la psoriasis artropática eran escuchados por los pasillos del Centro de Reclusión de Máxima Seguridad de la Base Naval. Pero, de inmediato, era atendido por los agentes encargados de la seguridad del mayor genocida del Perú.

El 11 de septiembre, a las 6:40 de la mañana, un día antes de celebrarse un año más de su captura (12/9/1992), dejó de existir para júbilo de todo el país. Recuerdan algunos agentes de la Marina que horas antes se negó a recibir atención médica, pese a la insistencia de las autoridades.

En horas de la tarde de ese sábado, el cadáver fue llevado a la Morgue del Callao. Y fue allí, mientras el cuerpo era bañado en formol, que el gobierno del entonces presidente Pedro Castillo abrió el debate sobre el destino de los restos.

En paralelo, entre políticos incrédulos, congresistas morbosos y unos otros apenados desfilaron por la morgue para intentar verificar, curiosear o despedir al responsable de la muerte de casi 70 mil peruanos, la mente macabra detrás de 200 masacres, como la de Soras y Lucanamarca, y el verdugo de más de 1,000 policías.

Precisamente, la Policía no podía ser ajena a este hecho y fue el general PNP Óscar Arriola, entonces jefe de la Dirección Contra Terrorismo, que, como autoridad, certificó la identidad del fallecido antes de la cremación. También estuvieron el exministro de Justicia Aníbal Torres y el exministro del Interior Juan Carrasco. Como testigos, por parte de la sociedad civil, estuvieron la corresponsal de la cadena de noticias estadounidense CNN, Jimena de la Quintana; el investigador del diario El Comercio, Ricardo León; y el periodista Angel Paéz, del diario La República.

A las 5:30 de la mañana del 24 de septiembre, Guzmán ya era polvo.

“Ni siquiera el presidente Pedro Castillo sabe dónde terminaron las cenizas. La ley no nos obliga a decírselo. Es información secreta. Está prohibido divulgarla”, dijo en su momento el exministro Carrasco.

Así como Abimael —que nunca se arrepintió de sus atrocidades ni pidió perdón— toda la cúpula de Sendero Luminoso morirá en prisión por sus condenas a cadena perpetua. Sin embargo, por más escondidas que sus cenizas estén, el recuerdo del derramamiento de sangre que causó siempre lo devolverá a la memoria de los millones de peruanos víctimas de su más sanguinario pensamiento, que un grupúsculo aún reivindica.

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