Querido diario:

Perdona que me haya demorado semanas en hablarte de mis cosas, pero, tú sabes, a veces no hay tiempo para nada. Bueno, prepárate para lo que te voy a contar. A estas alturas de la noche, casi de madrugada, tú debes ser el único que no se ha enterado de los extraordinarios acontecimientos que pasaron hoy en el país. ¿Recuerdas lo que te dije la otra vez? Que el primero que dijo la frase “el futuro es incierto” tiene que haber sido un peruano. Bueno, me reafirmo en lo dicho. Te aseguro que hoy, 30 de enero de 2027, será una de esas fechas que la historia recordará, le guste o no. ¿Recuerdas que me habían dicho que, con motivo de los primeros seis meses de mandato, tendría una entrevista con el presidente Antauro Humala? Pues, ayer me lo confirmaron. No sabes, me pasé la noche entera pensando en ese encuentro.

Y así pensando, recordé, por ejemplo, que cuando proclamaron a Antauro Humala como ganador de la segunda vuelta electoral, me persigné una, dos, tres veces y, como si estuviera cumpliendo una penitencia, recé dos avemarías y un padrenuestro. Todavía me parece increíble. Lo habíamos vuelto a hacer. Con tal de que Keiko no llegue a la Presidencia, nos pusimos intensos otra vez y decidimos —¿por qué no?— lanzarnos al vacío. Y así, obedeciendo a alguna especie de gen autodestructivo y masoquista, pusimos en Palacio de Gobierno al hermano de Ollanta, al cuñado de Nadine, al hijo favorito de don Isaac. Al final, resultó siendo cierta aquella sentencia, según la cual, Keiko no le gana ni a un panetón, aunque este tenga bromato o esté, paradójicamente, vencido.

Retomo mi relato. Llegué a Palacio de Gobierno media hora antes de la entrevista. Todo parecía tan en calma que nadie podría haberse imaginado lo que iba a pasar. Me dijeron que espere en un pequeño ambiente casi al lado del despacho presidencial. Mientras transcurría el tiempo, más convencido estaba de que debía aprovechar la oportunidad para ser incisivo con Humala. Y es que desde que juramentó como presidente, nadie le había cuestionado lo evidente: el colapso de la economía, el crecimiento del desempleo, el empeoramiento de los servicios de salud y de educación, entre otras desgracias. ¿Y por qué nadie lo criticaba? Bueno, pues, como era de imaginarse y tal como lo había prometido, Humala había expropiado los medios de comunicación y los había puesto en manos de sus reservistas. Y es que en eso Humala es como Maquiavelo: tampoco le importan los medios. Eso sí, todo el conglomerado mediático quedó en manos de una empresa familiar denominada Doni SAC, conocida coloquialmente como “Don Isaac”.

Tras casi una hora de espera, la secretaria de Humala, una reservista de mirada y gestos duros, me dijo que podía pasar. Apenas entré al lugar, me recibió un olor fuerte, terroso, penetrante. Ahí nomás apareció el presidente. Sus ojos estaban inocultablemente enrojecidos y en su rostro se dibujaba una sonrisa boba. Me dio un fuerte abrazo y nos sentamos el uno frente al otro. Había llegado el momento crucial. ¿Qué me haría el Gobierno luego que empiece a cuestionar a Humala? Podrían deportarme, encarcelarme, incluso desaparecerme, o quizá peor, mucho peor, obligarme a la mayor de las torturas: tratar de entender qué es el etnocacerismo.

Te sigo contando. La entrevista empezó. Acababa de hacerle la primera pregunta y el sonido del teléfono nos interrumpió. Humala, sin disimular el fastidio, contestó y, de súbito, su rostro cambió. Quedó inmóvil durante unos segundos, luego, con la voz apenas temblorosa, pidió que convoquen “al término de la distancia” a todos sus ministros. Después, Antauro me miró sorprendido, como si no supiera quién era yo, ni qué estaba haciendo ahí. “¿Podemos seguir con la entrevista?”, le pregunté y recién entonces pareció acordarse de mí. “No, tienes que irte”, me respondió. Yo me encogí de hombros, agaché la cabeza y empecé a guardar mis cosas con la mayor lentitud posible. Luego caminé hacia la puerta, pero Humala me volvió a hablar: “¿Quieres quedarte?”. Al instante le dije que sí. Entonces me dijo: “Quédate entonces. Anda a ese rincón y no hagas bulla. Vas a tener una gran primicia. Total, no tengo nada que ocultar”. ¿Te imaginas? Yo estaba de lo más entusiasmado y atento a lo que podría ocurrir.

Apenas unos pocos minutos después, apareció uno de sus ministros. Humala, indignado, le preguntó por el resto del gabinete y el recién llegado solo negó, moviendo la cabeza a los lados. Humala susurró un “¡cobardes!”. En seguida, el solitario ministro se enderezó, elevó el mentón y abrió la boca: “Con la novedad, señor presidente, de que el rumor era real. En estos momentos se está llevando a cabo un golpe de Estado”. Humala, que ya estaba turbado, pareció desinflarse y se desparramó sobre la silla. “¿Y nuestra gente en las fuerzas armadas?, preguntó Antauro casi mecánicamente, como si supiera la respuesta. “Nuestra gente nos ha abandonado”, respondió el ministro. Humala se levantó de la silla, dio un respiro profundo y, de pronto, pareció iluminado, transformado, como si hubiera tenido una epifanía. Entonces, miró al ministro y le dijo: “Yo me quedo aquí. Si vienen por mí que vengan y que sea lo que Velasco, Cáceres y Chávez quieran. A mí no me importa dar la vida por el etnocacerismo”. Luego miró a su interlocutor: “¿Y usted? ¿Acaso no quiere también pasar a la historia? ¿No quiere quedarse conmigo hasta las últimas consecuencias?”. El ministro lo miró fijamente: “Me encantaría quedarme, señor presidente, pero no puedo. Más tarde, tengo una cita con mi dentista. Y ni se imagina cómo se pone si llego tarde”.

Pero, obvio, la cosa no termina ahí. ¿Te preguntarás qué pasó con Antauro? ¿Quién dio el golpe?, y hasta ¿por qué he llegado tan tarde a casa? Bueno, pues, te contesto: Antauro se escapó. Pidió un Uber y etnocaceristamente se fue por una ventana. Ahora, respecto al golpe —esto no lo vas a creer—, el que lo dio fue Ollanta, el hermano. Claro, no lo hizo para recuperar la democracia, sino porque se enteró —todavía tiene sus contactos— que lo iban a fusilar la próxima semana. Y, finalmente, ¿por qué llegué tarde? Porque cuando Ollanta y sus huestes ingresaron a Palacio, me encontraron y creyeron que era antaurista. Total que, para salvarme, tuve que redactar el discurso del nuevo gobierno. Bueno, eso es pues. Ya otro día te seguiré contando. Ahora tengo que ir a dormir. Gustó tanto mi discurso que mañana temprano me voy a reunir con la nueva persona más poderosa del país: Nadine.

Ya. Chau.

El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!