(Foto:Congreso de la República)
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Cuando conocimos los resultados de la primera vuelta, al igual que muchos, yo también expresé mi gran preocupación por los candidatos que iban a definir la Presidencia. A mi entender, ambos proyectos mostraban un gran déficit de compromiso democrático, entre otras cosas.

Sin embargo, hice énfasis en la importancia de entender que este era tan solo el más reciente episodio de una crisis institucional en el Perú que empezó hace mucho y no se restringe solo a los candidatos. Que el 6 de junio ninguno de los dos iba a ser el salvador o verdugo de la democracia peruana, porque la democracia es algo que se construye y se cuida día a día. No depende solo de quien obtiene la Presidencia, sino de la actitud política que asumimos todos ante cada circunstancia.

Reitero estos puntos al ver los acontecimientos de las últimas dos semanas. Desde el día de la elección, se han cruzado todos los límites de la irresponsabilidad.

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Yo no apoyé a ninguno de los dos partidos en la segunda vuelta. Pero el país tomó una decisión el 6 de junio, que deberá ser refrendada por el Jurado Nacional de Elecciones, como manda la Constitución y la ley. Tengo plena confianza en nuestro sistema electoral, que es transparente, descentralizado y, además, legitimado por observadores internacionales. También defiendo el derecho que tienen todos los candidatos de hacer usos de los recursos que establece la ley electoral para aclarar cualquier suspicacia.

Lo que no se puede tolerar es que se destruya la confianza en nuestras instituciones electorales a través de la difusión masiva de conspiraciones y ‘fake news’. Mucho menos se puede aceptar que se ejerza una presión indebida –y hasta violenta– contra las autoridades de estas, que estos días han sufrido todo tipo de acoso. En algunos casos, incluso han tenido que cambiar de domicilio por su seguridad, algo inaceptable en cualquier democracia.

Y jamás voy a apoyar que se intente subvertir el orden democrático y constitucional. Esta semana, se hicieron gravísimos pedidos de intervención a las Fuerzas Armadas, recordando las etapas más oscuras de nuestra historia republicana. Quienes impulsan este tipo de propuestas golpistas –y quienes las apoyan– no son demócratas. Hoy demuestran que nunca lo fueron.

Y flaco favor hacen los congresistas que aprovechan esta coyuntura para jalar agua a su molino. Una censura a la Mesa Directiva sería un acto arbitrario y de espalda a la estabilidad que merece nuestro país en esta difícil coyuntura.

Cualquier preocupación que uno tenga por una posible erosión institucional en el gobierno que asuma el 28 de julio quedaría corta ante la herida irreparable que significaría la ruptura de la Constitución con un golpe de Estado, en cualquiera de sus formas. Concretaría el fracaso final de nuestro proyecto de democracia construido a partir del año 2001 y pondría en riesgo los derechos fundamentales hoy garantizados bajo este. También, tendría un efecto calamitoso en la economía y en nuestra capacidad de seguir enfrentando la pandemia. El Perú se vería aislado y el plan de recepción de vacunas, paralizado. El daño sería inconmensurable.

Hoy, la ciudadanía y los líderes políticos demócratas tienen una decisión por tomar: o se sumergen en el hoyo de la radicalización y empujan al país al abismo, o entienden que la democracia se defiende con actitudes maduras, con respeto a las instituciones y con fiscalización responsable.

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