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El futuro del fujimorismo sin Fujimori

Caudillismo y disolvencia

Tras la partida del patriarca, el fujimorismo corre el riesgo de desaparecer como otros partidos con apellido propio. Si no impone su narrativa, todo el sólido voto se puede desvanecer en el aire.

 

Imagen
Alberto Fuimori
Fecha Actualización

Por definición, el caudillo es fugaz, pues su liderazgo está atado a la figura del líder mesiánico y a la fidelidad de su batallón. En el siglo XIX, los caudillos regionales se reemplazaban súbitamente a cuartelazos, cada cual imponiendo su propio Congreso y Constitución. Criollos, mestizos y mulatos se turnaron en el poder gracias al democrático Ejército, en una lógica golpista donde el cesarismo imponía el orden en medio del caos.

Rezagos de ese caudillismo se prolongaron hasta el siglo XX, como cuando el ‘Chino’ Fujimori creó un CCD y una nueva Constitución, aupado por las Fuerzas Armadas.

En una realidad alternativa, el fujimorismo debió seguir el destino de otros partidos caudillistas. Como el del partido Democrático Reformista, que se esfumó con Leguía para luego reaparecer con su hija, Carmen Leguía, la Keiko de entonces que postuló infructuosamente a un escaño de la Asamblea Constituyente del 78. O el destino de la UNO, que tras postular a María Delgado de Odría lanzó a Dora Narrea en 1992, la primera candidata a la presidencia. Rompiendo la regla, el fujimorismo mantuvo un bolsón de votos dormido tras la caída del régimen. Pero ni Carlos Boloña ni Martha Chávez pudieron reemplazar al líder.

El gran error de Alberto Fujimori fue no dejar un partido fuerte que defendiera su legado. Un error que cometió Morales Bermúdez con el Frente Democrático de Unidad Nacional, que participó sin pena ni gloria en la elección del 85. O Juan Velasco, que creó el Partido Socialista Revolucionario (PSR) para defender sus reformas en la Constituyente, aunque luego fue absorbido por la Izquierda Unida y ha dejado como legado algunos funcionarios del Gobierno de Dina Boluarte.

 

Mira: Restos de Alberto Fujimori ya se encuentran en Campo Fe de Huachipa
 

 

DE CHINO A CHINO

Visto a la distancia, Fujimori se propuso desmontar el Estado velasquista. Como en un juego de espejos, no se puede comprender la reforma autoritaria de los 90 sin antes entender la reforma autoritaria de los 70. Es un fenómeno que va de ‘Chino’ a ‘Chino’.

Porque Fujimori fue a Vargas Llosa lo que Velasco fue a Haya de la Torre. Ambos ‘chinos’ encarnaron la versión autoritaria y deficiente de las reformas que debimos haber hecho en democracia. Otra sería la historia si hubiéramos tenido una reforma agraria como se ideó originalmente, modernizando el latifundio andino y no destrozando las haciendas costeras. Y el modelo económico no estaría en cuestión si se hubiera liberalizado la economía por mandato popular, con reformas de segunda generación incluidas.

La lección que deja Fujimori es análoga a la de Velasco: las reformas verticales que se hacen desde el autoritarismo siempre adolecerán de legitimidad política. El pecado original caudillista tiene un costo muy alto.

La repregunta, entonces, se cae de madura: ¿es posible hacer reformas estructurales en democracia? Una pregunta válida aquí y en la Argentina de Milei. Habría que volver a estudiar el segundo gobierno de Belaunde, que, a pesar de tener las dos cámaras y a Manuel Ulloa, pecó de gradualismo, por no hablar de inacción.

Hacer tortillas sin romper huevos es el verdadero reto democrático. Porque luego de Fujimori, ningún gobernante ha hecho reformas de fondo, de esas que nos hacen tanta falta en salud y educación, por ejemplo.

Ningún presidente ha asumido el costo político de hacer reformas en democracia. Y esa es la verdadera tragedia post-Fujimori.

 

NACIÓN SIN NARRACIÓN

Tras la caída del régimen, el fujimorismo no defendió políticamente sus reformas. No dejó un partido sólido, una doctrina, un legado ideológico. Y para cuando Keiko Fujimori se lanzaba a la presidencia, ya era demasiado tarde. Ya la CVR, el LUM y Yuyanapaq habían marcado la cancha. La histórica sentencia a Fujimori nos había convertido en uno de los pocos países orgullosos, capaces de encarcelar a su dictador. Y tanto el periodismo como el Poder Judicial habían hecho su parte, haciendo desfilar durante una década a todos los prontuariados del régimen.

El fujimorismo le ganó la batalla al terrorismo, pero la historia la escribió la izquierda. El pueblo fujimorista dio los votos, pero los naranjas no supieron imponer un discurso político que defendiera el legado del régimen. Y así, mientras el fujimorismo maltrataba a sus pocos intelectuales, como Fernán Altuve, Martha Hildebrandt o Pablo Macera, la narrativa antifujimorista ya se repetía en aulas y redacciones.

Incluso ahora, en plenos funerales del patriarca, el ex-DJ Carlos Raffo dirigía la pauta con tecnocumbia, mientras los herederos se perdían en anécdotas familiares. La propia Martha Moyano ha confesado que le pidió disculpas al líder en su lecho de muerte porque no supieron defender políticamente la herencia del régimen en las nuevas generaciones. La tardía biografía de Fujimori fue un manotazo de ahogado.

Como un partido atípico, el fujimorismo fue creado desde el poder autoritario y no desde el pueblo o desde la persecución. Quizás por eso no tuvo mística ni supo administrar la abundacia electoral en tiempos de vacas gordas. Hacer obra no basta para ganar elecciones. Lo supo Odría y lo supo Alan tras su segundo gobierno. El voto es emocional.

Desde que en plena campaña dijo que no admiraba a ningún personaje de la historia peruana, quedó claro que Alberto Fujimori siempre tuvo un desprecio por las palabras. Quizás por oposición a su rival Vargas Llosa o al filósofo kantiano que asolaba al país. Fujimori quiso refundar una nación, pero olvidó la narración. Y poco a poco, como la gota de agua que horada la piedra, la narrativa antifujimorista, que empezó con un puñado de periodistas opositores de la prensa escrita, percoló a toda la sociedad. Treinta años después, todo el país conoce los delitos del fujimorato. Incluso los pulpines, que no vivieron en los 90 y solo repiten lo que leyeron en algún lado. Todo un triunfo de la palabra escrita en un país que no lee.

El fujimorismo, finalmente, fue larvando sus propios anticuerpos. Desde el Ministerio de la Mujer y el discurso de género, iniciativas naranjas que luego se les voltearían con las esterilizaciones forzadas. Desde el CCD que le dio voz a una nueva izquierda opositora desde dentro. Desde la lucha antiterrorista, con excesos que terminaron reforzando la red de ONG de derechos humanos. Y desde el crecimiento económico, bonanza que crearía una nueva clase media que luego sería conocida como ‘caviar’.

Tras la muerte del patriarca, el sólido voto fujimorista puede desvanecerse (o disolverse) en el aire. Si Keiko Fujimori no enmienda el camino y hace un partido de verdad, su agrupación seguirá el destino de los demás caudillismos. Ella se convertiría en otra heredera de algún odriísmo. Y parafraseando a Borges, el olvido de Alberto Fujimori será el único perdón y la única venganza.

 

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